El último beso de Anton Yelchin

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Lucie Lucas y Anton Yelchin en «Porto». Foto: The New York Times.

Jake y Mati:

—¿Sientes como si me conocieras?

—Aun no.

—Bueno, hay tiempo, todavía no se ha agotado.

***

Me gusta pensar que Lucie Lucas recuerda el sabor de la boca de Anton Yelchin, de cómo se le sentía la piel en esa escena de sexo dilatado en aquel cuarto árido en una ciudad portuguesa. Fue durante el rodaje de Porto, una película de la vida; notificación nostálgica: engaños, búsquedas, despedidas… Como la de Yelchin con solo 27 años, reducido entre un muro y el parachoques de su camioneta homicida toda una noche; muerto por el abrazo de la asfixia.

Al amanecer hallaron su cuerpo, todavía cubierto de rocío.

***

Gabe Klinger es el director de Porto, una cinta que sabe a Jim Jarmusch, quien la produjo. Tiene aquello del paseo antropológico por el tiempo, sobre los adoquines y las ruinas anatómicas; las horas gastadas en recorridos entre la bruma, frente al mar y bajo las gaviotas. Al final, las películas de Jarmusch—sus réplicas y reflejos— siempre aspiran a esa poética del viaje trascendental de las pasiones, como en Only lovers left alive. Y lo ha logrado.

Imágenes en Super 8: la pintura deslavada del invierno; la figura de un hombre que deambula con un perro—su metáfora—, en una ciudad donde todo lo conduce a una misma mujer.

Porto es quizá el ejemplo reciente más perfecto de cómo rodar un drama romántico sin que lo parezca. La trama es la enfermedad del amor explicada en un guion limpio: las escenas aleatorias, la narración fragmentada, marcan el retorno en la historia; conversaciones entrecortadas en un café, el sexo discontinuo, las siluetas desnudas quemadas por el foco azul de la madrugada. En la ventana. Frente a los puertos.

Y un desayuno que jamás comienza…

Gabe Klinger es el director de «Porto», Jim Jarmusch el productor. Foto: SensaCine.

***

—Cuando te vi en la excavación, y luego en el tren, sabía que te vería otra vez en la cafetería […] Y lo principal es que sé todo lo que vas a decir, y sé que conoces todo lo que voy a decir yo […] y siento como si nada de esto pudiera salir mal.

—Cada palabra que nos decimos, y cada gesto que hacemos, tiene que ser exactamente como es.

El diálogo es el viaje. Pero sin sonido. No hay nada más explícitamente bello que el silencio. De existir, debe parecerse a los 78 segundos de la escena final donde Jake y Mati se miran. Eso, el mutismo en un beso. O el silencio sofocante de la asfixia.

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