La vida en un rascacielos (Psicopatología de lo cotidiano)

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«High-Rise», un filme protagonizado por Tom Hiddleston. Foto: Letterboxd.

—¿Qué hay dentro de todas estas cajas?

—Solo sexo y paranoia.

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Me encanta la manera descuidada en la que, al inicio de High-Rise, el Dr. Laing (Tom Hiddleston) asa el anca de un perro. No sé decirles si era carne de pastor belga o alemán. Parecía estar bueno.

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El rascacielos es como un índice de Dios, un edificio de hormigón armado repitiéndose por cuarenta pisos con una falange extrema que le rasca el vientre al cielo.

En el piso 40 vive el Señor Royal (Jeremy Irons), demiurgo, y dueño de un jardín en la azotea, por donde vaga una cabra negra, un corcel blanco, una esposa sociópata.

Se recrea en High-Rise la Inglaterra de mediados de 1970, la de los personajes descritos en la novela homónima de J.G. Ballard. Y están los autos, los trajes y peinados de la época en una escenografía casi perfecta, y con una fotografía con tonos gris industrial que nos incita a lamer el cemento. Pero, justo ahí cuando tenemos hambre, el guion arde.

En cierto momento sabemos que High-Rise es la película a medias de Ben Wheatley solamente porque no llega a consumarse como adaptación del libro de Ballard.

A Wheatley le sucede lo mismo que al último Noé, el de Clímax: pretende un ensayo de la locura y le sale un comic carnavalesco. Aunque rompo una lanza en defensa del cineasta inglés, pues adaptar una novela de Ballard es un episodio alucinatorio. Primero hay que aceptar la sumisión a un genio superior, y para un cineasta tan vestido de autor como lo es Wheatley debió ser algo difícil.

Los libros de Ballard sopesan los extremos: o los haces tuyos (como Cronenberg en Crash), o te pierdes en ellos. Fue esto último la desgracia del director británico.

Pero a Noé no puedo salvarlo —la verdad tampoco quiero—. En Clímax solo tenía que luchar contra sí mismo, su épica argentina (aunque hable francés) y su narcicismo placentario. Y, claro, perdió.

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Ben Weathtley es el director del filme, comercializado en español como «El Rascacielos». Foto: Rook Films/ BBC.

El rascacielos es un país interior, con sus doctores, sus putas y sus actrices; con ricos y pobres —los de arriba, los de abajo— en su lucha de clases.

Las batallas son las fiestas —casi siempre fue así. Un borracho trasnochador pronunció el primer discurso antimonárquico en la Comuna de París. En High-Rise lo hizo un camarógrafo desgraciado—. Luego, la revolución interiorista: crímenes de lesa humanidad, linchamientos y violaciones.  También el sexo amotinado. Dice la actriz (Sienna Guillory) en un momento:

—Bien. ¿Quién de ustedes será el cabrón que va a metérmela por detrás?

El enfrentamiento civil siempre connota una poética del sexo, sus dependencias: de la hospitalidad vaginal en tiempos de guerra, al atrincheramiento fálico en busca de la paz húmeda.

Si la analizamos en una escala del sexo, podemos comprobar que la historia de las revoluciones modernas es sintomática y repetitiva; transcurre, por ejemplo, del cuadro combativo de Delacroix (esa teta flamante de la Libertad que guía al pueblo) a esta novela de J.G. Ballard.

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Tres meses después, en el balcón de su piso 2505, el Dr. Laing se almorzó un perro. Esto, a todas luces, es algo memorable.

Tanto como esa escena donde se tira a una embarazada. O cuando succiona el pezón tostado de Sienna Miller.

Al final, la historia la cuentan los sobrevivientes.

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Trailer de la película:

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