La noche interminable

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Foto tomada de Medium.

Los últimos días fueron muy locos. Habíamos reunido dinero entre cinco o seis y alguien había cruzado hasta El Vaquerito, el restaurante de enfrente, a comprar dos botellas de Legendario. Cerramos el albergue, pusimos música y nos empinamos. Nos emborrachó el morbo adolescente de lo prohibido. Éramos como 20.

Por esos días yo amanecía en el aula con mi novia y llegaba al cubículo sobre las siete, a tirarme en la cama con Jorgito. Pocholo estaba estudiando para maestro, pero por algún plan los que estudiaban para maestros compartían la Lenin con nosotros y él se hizo amigo nuestro. Era un negro muy feo con mucho swing y hablaba un inglés bárbaro. Me tocaba acostarme con Jorgito porque Pocholo dormía en mi cama con una chiquilla distinta siempre.

Ya casi nadie iba al matutino. Desayunábamos unas galletas a la nueve de la mañana y pasábamos el tiempo con la guitarra o jugando frontenis. La mitad de nosotros había pedido carreras preotorgadas, ya había pasado las pruebas de aptitud y le quedaba sacar 30 puntos en historia de Cuba. Los que querían carreras corrientes tenían que hacer, además de historia, español y matemática. Y luchar buenos números en el escalafón. Yo ya tenía periodismo, la dinámica de los que estudiaban para maestros era bastante fácil, y Jorgito quería medicina, que cogerla era cuestión de pedirla.

Borrachos en el albergue nos dio por tirar agua. Una guerrita. Unos contra otros. Hicimos tanta bulla que bajaron los profesores de guardia y nos hicieron formar en el pasillo. Nos regañaron, pero nada grave. Después nos encerramos en el cubículo y fumamos como locos. El humo se atascaba en aquel cuartico hermético con frío de aire acondicionado. Seguimos en la jugadera de manos. Pocholo estaba en la cama de Jorgito y empezamos a tumbarlo, a patear la cama. Don’t do it, decía.

Como quedaban dos semanas de escuela los profesores se habían relajado. No había controles ni partes físicos ni lista en el docente. Hacían, como dicen, la vista gorda y los de 12 grado explotamos ese poco de libertad: algunos en el frontenis, otros fugados para el Jardín Botánico, unos cuantos fugados para la playa. La última semana hicieron matutinos especiales. Una tarde llenaron la piscina y se bailó buen reguetón en bikini. Por las noches, después del autoestudio, no había nada que hacer y todo el mundo bajaba para el pasillo del albergue E1, a lo que llamaban el Parque G. Yo y el resto del grupito de las guitarras nos tirábamos en el piso a tocar parodias que componíamos sobre la escuela: La gente del bloque (central) me quiere gobernar/ y yo le sigo, le sigo la corriente/ porque no quiero que diga la gente/ que los de la Lenin somos unos disidentes.

Una noche prendieron una fogata y bailamos como indios en uniforme alrededor de aquello. Me encaramé en un bafle con un micrófono y recité el rap de Volver a soñar, la canción homenaje que habíamos grabado para la escuela, censurada oficialmente por la directora general, Maritza. Hubo quien promovió que fuera en cueros lo de darle la vuelta a la circunvalación, que pasó luego, pero con ropa. En fin, fue divertido. Pero en el pensamiento colectivo lo más insano, lo más desquiciado, tenía que ser la noche interminable.

Por tradición, la noche interminable debía ser música en la plaza de formación. Sin alcohol, sin cigarros. Pero todo el mundo tenía la certeza de que era una de esas fiestas de película donde aguantan a uno de cabeza para que tome ron por una manguera mientras las muchachas están en topless, descolocadísimas, bailando sexy y dándole al dembow.

En la graduación 34, anterior a la mía, fue más o menos así: sin cordura. En la 33 se bailó casino, algunos que nos colamos en la fiesta por primera vez vimos a mujeres besándose. En la 32 pusieron una bola discotequera a girar en la plaza y los dejaron allí hasta las dos de la madrugada.

Como es la última noche, se trata de hacer lo que no se ha hecho. Jorgito se iba a declarar a Claudia; yo tenía listadas, desde décimo, las chiquillas que quería singarme, y Pocholo quería hacer un trío.

El último día es bastante triste. La gente cree que no va a verse más y se pone a despedirse. Se escriben mensajes en las camisas y se pintan el símbolo de la graduación, icono que diseñan los alumnos para darse una especie de personalidad generacional. El de la 35 parecía un perchero bocabajo. Era esto:

Por la tarde subimos al comedor para la última cena, que suele ser mejor elaborada que la común. Arroz con pollo frito; un dulce sabroso. A las nueve de la noche los 1 100 estudiantes de las unidades 1 y 2 estábamos en nuestras respectivas plazas de formación, a menos de cien metros una de otra. Otra vez bafles en las plazoletas con reguetón.

En menos de un minuto todo el mundo estaba en la misma plaza dando cintura y poniéndose hyper. La gente se besaba en la boca sin saber a quién besaba y se iban de manos para el trampolín o para el Bosque de la Amistad a consumar sus utopías pornográficas. Pocholo palabreó a una rubia hermosa y ya andaba buscando a la segunda. Jorgito atrás de Claudia, convenciéndola. Yo fui a que me firmaran la camisa las chiquillas de la lista y apareció mi novia de la nada, me haló de un brazo y me encerró en el aula. Y me abrazó en el aula donde habíamos dormido por meses, mientras aquella noche interminable terminaba lentamente.

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Jesús Jank Curbelo
Jesús Jank Curbelo (La Habana, 1991). Padre de Ignacio en 2014. Graduado de Periodismo en 2016. Ha publicado Los Perros (novela, Guantanamera, 2017) y textos en revistas y antologías en dos o tres países. Guionista de espacios dramatizados para RadioArte (2013–2015). Reportero y columnista del diario Granma (2015–2018). Reportero en Periodismo de Barrio y columnista en El Toque.
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