Martin Scorsese, un testamento

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Con The Irishman (2019) sucede una cosa: por momentos, no te la crees.

Si te tienes aprendido al Robert de Niro, Al Pacino y Joe Pesci de sus días mozos, es difícil verlos ahora, ya sobre los setenta años, en papeles de gánsteres treintañeros. Es evidente el homenaje de Scorsese para estos grandes de la interpretación; sabemos, incluso, que The Irishman es una coda, el movimiento final de esa sinfonía que antecede Goodfellas (1989), Casino (1995); es una despedida (suponemos) del género cinematográfico con el cual estos tres actores italoamericanos hicieron época (sobre todo Pesci y De Niro).

Hasta ahí, todo bien. El ruido comienza cuando De Niro aparece en pantalla con la cara lisa de un muñeco de silicona, resultado de un proceso de rejuvenecimiento computarizado —no hay maquillaje— que, pese a borrar marcas de tiempo, no es creíble, sobre todo porque el rostro no esconde las poses, el andar, los ademanes de un actor en su senectud; una senectud sublime, eso sí. Pero al espectador le queda esa sensación chocante entre la vejez natural de un cuerpo y el cutis de un toy boy. Sucede lo mismo con Pesci, como un saco de huesos. Duele verlo ponerse en puntillas de pie en alguna escena.

Esa decisión de Scorsese de no utilizar actores diferentes para la representación temporal de la historia habría sido inaceptable si esta película no tratara casi exclusivamente de la fuerza interpretativa de sus protagonistas.

La cinta es la adaptación del libro I Heard You Paint Houses, testimonio del sicario Frank Sheeran, conocido como El Irlandés. El libro se publicó en 2004 y despertó gran polémica, pues Sheeran, ya con ochenta años, reconoció su relación con la mafia de Pennsylvania, específicamente al servicio de la familia Bufalino, y confesó una serie de crímenes entre los que destacaba el asesinato de Jimmy Hoffa, líder sindical estadounidense desaparecido en la década del setenta.

The Irishman comienza con la revelación de Sheeran, un anciano que habla directamente a la cámara y va narrando la historia de su vida, de sus trabajos, ascenso y caída en los circuitos turbios del hampa. A partir de ese punto se despliega un relato que abarca desde el contrabando y crimen organizado, hasta la influencia de la mafia en esferas del poder político. Hablamos de una película que sobrepasa las tres horas de duración, alrededor de 208 minutos que, por momentos, nos parecen injustificados. Una película así fue posible por la influencia descomunal de Scorsese y por la contribución sin límites de Netflix.

Hay diálogos que no conducen hacia ningún lugar, sin rejuegos dialécticos ni preciosismos (sobre el minuto 160 se abre una conversación absurda y larga por un asiento mojado); hay repeticiones de escenas, ciertas reiteraciones de ideas sin consecuencias en la historia… Pero nadie se confunda: Scorsese está en plana forma. Con 77 añazos es método, actualidad y escuela. No es su mejor película, ni del género ni de su filmografía; no hallaremos la personalidad desbordante de su estética cinematográfica, los lujos visuales de las obras de su madurez, pero The Irishman resulta un epílogo magnífico para el gran cineasta que ya no tiene que demostrar nada.

A la altura de la propuesta, sin duda sus compañeros de viaje. De Niro no falla en su interpretación, le falla el cuerpo, la agilidad necesaria para asumir como es debido la agilidad física de un gánster. Su mente se mueve ágil como en los días de Taxi Driver (1976), y su rostro, cuando es suyo, refleja la misma parodia de un criminal demasiado humano; esa, su poética de la violencia que lo convirtió en uno de los más grandes actores entre los dos siglos. Sigue Pesci, a quien todavía le cabe demasiado talento para luchar contra la degeneración física. En un rol menos exigente se ve cómodo, tan solemne y reyezuelo con esa malicia noble, que a uno le dan ganas de echarse sus 170 centímetros al hombro y auparlo al cielo. Pero lo mejor es Al Pacino: suelto, sueltísimo muchas temporadas después de ser él mismo. En el papel de Jimmy Hoffa es ágil, cabezudo sindicalista entre el sol y la sombra en una interpretación demasiado sublime, tan inolvidable. Esa escena en la que conversa con Pesci a la altura del minuto 130 es para enmarcar, para reproducir en bucle infinitamente frente a los ojos de los actorzuelos miméticos aspirantes de Hollywood. De Niro, Al Pacino, Pesci: esta terna es, tan a pesar del tiempo, un prodigio testimonial.

La última película de Scorsese es una historia recta y seca y sepia, sin florituras, como fría; una pátina de hielo por donde se desliza no solo la narrativa criminal figurada a través del cine, sino el relato de toda una época, de un modo de vivir que representa una parte de la historia contemporánea de la sociedad estadounidense, de todos sus componentes. Es un film político, es histórico; es la odisea azarosa de un hombre… Es todo eso The Irishman. Y es, quizá, un testamento.

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