
“Antes del orgasmo, me pedía siempre quedarme inmóvil sobre la cama, de espaldas y desnuda; con los pies y las manos abiertas. Le gustaba eso. Era la única forma en la que llegaba al clímax […] Al principio me pareció solo un juego, ya sabes, muchas parejas lo hacen. Generalmente no pasaba de eso: imaginarme muerta durante el sexo. Aunque una vez desperté del juego demasiado pronto y lo sorprendí con los ojos cerrados moviendo un brazo con el puño apretado. Me dije: ‘Dios, Ted está loco, ¿cómo puede apuñalar al aire de esa manera?”.
Fragmento de la Declaración de Elizabeth Kendall, expareja de Ted Bundy.
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Joni Lenz escuchaba Exile on Main Street y organizaba notas de clase. Estaba sola sobre las 11 P.M. un 4 de enero de 1974. Bundy entró por una ventana rota, recorrió la habitación de Joni; llegó al baño y respiró la emanación de un blúmer echado en el piso. Luego fue hasta la habitación donde la chica, bocabajo en la cama, reposaba. Bundy le golpeó el cráneo con una palanca y la violó con el mismo objeto quizá. O con una de las patas que arrancó de la cama.
Una hora antes de profanar a Joni, el joven Ted hojeaba una Playboy sin encontrar la violencia propicia a su erección. Entonces salió de caza.
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Jóvenes blancas y universitarias, lindas, con el cabello lacio y peinadas con la raya al medio. Así las buscaba Bundy en las ciudades, o cerca de los campus universitarios. Su modus operandi era simple: fingía tener un brazo enyesado; en la otra mano cargaba algunos libros que dejaba caer cuando se le acercaba la presa. Bundy, ojos azules y un mar de elocuencia, convencía a las chicas para que lo acompañaran en su Volkswagen beige. El resto: las golpeaba hasta matarlas, las violaba con objetos contundentes, a veces con su pene mientras las mordía. Cuando tenía tiempo e inspiración, las descuartizaba hasta reducirlas a piezas de Lego.
Washington, Utah, Colorado, Florida… De paseo y de caza, Bundy, el mordelón, troceando huesos. Y así estuvo, hasta que un día de agosto de 1975, uno de sus secuestros fallidos, la trigueña tenaz Carol DaRonch, lo identificó como su agresor. Y fue preso.
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En la noche de Navidad de 1977, Bundy abrió un hueco en el techo de su celda en una cárcel de Colorado, y por ahí escapó. Nadie lo supo hasta 15 horas después. Le sobró tiempo para cruzar el país y llegar a la Florida…
El 6 de enero de 1978 las chicas de la hermandad Chi Omega estaban de pijamada. Ted entró a la residencia y atacó a cuatro muchachas en 15 minutos. Luego, en la huida, violó a una quinta mujer; también asesinó a una menor.
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Cuatro años y siete estados abarcó la locura de Ted Bundy, el asesino en serie más querido en la cultura popular. Su juicio fue el primero en emitirse en la historia de la televisión pública en Estados Unidos. La historia de sus crímenes inauguró el slasher, subgénero de películas de terror.
Ted, abogado de profesión, hombre hermoso como un griego, asesinó, cuando menos, a 30 mujeres. Fue famoso por su maldad y por su rostro, el bellísimo Ted, violador con objetos contundentes. Elegante, adicto al porno y paladín de Stephanie Brooks, su primera novia. Mató en su nombre, según su imagen y semejanza…
“Tiene algo especial ese loco de Bundy. De otra manera no se explica por qué muchas de esas chicas querían follárselo” —dijo una vez Sam Cobbeym, sargento encargado de la seguridad de Ted.
Hasta su ejecución en 1989, Bundy recibió en prisión al menos un centenar de cartas de chicas deseando morir por su sexo, bajo su gracia…
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(En su honor, Netflix produjo la serie Conversaciones con asesinos: Las cintas de Ted Bundy; en poco tiempo se estrenará un biopic con Zac Efron interpretando al sexy, caliente y bronceado asesino de mujeres. Y es cierto, se parecen.
Todavía las chicas amarán a Ted.)
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