“The Irregulars”, o el hijo británico de “X-Files” y “Stranger Things”

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Los Irregulares de Baker Street son un grupo de muchachos de la calle que solían estar al servicio de Sherlock Holmes con el objetivo de proporcionarle nuevas pistas a las que un tipo como él jamás tendría acceso. Introducidos en el universo creado por Conan Doyle desde su iniciático Estudio en escarlata, poco más se dice de ellos en los relatos que protagoniza el detective más famoso de la historia.

En 1983, BBC produjo una serie inspirada en estos, llamada The Baker Street Boys (cualquier parecido con una boyband es pura coincidencia). Ya en este siglo, a partir de 2006, Tracy Mack y Michael Citrin escribieron varias novelas que los tenían como protagonistas. Recientemente, y para estar a tono con la oleada de re-imaginaciones tan de moda en la televisión, el cine o los videojuegos, Netflix decidió lanzar su propia versión de esta particular historia, una que parece tener poco en común con la obra de Sir Arthur.

The Irregulars, que es el título del show, va de unos chicos que intentan abrirse paso en el duro contexto del Londres victoriano y la revolución industrial. Bea (Thaddea Graham), su hermana Jessie (Darci Shaw), Billy (Jojo Macari) y Spike (McKell David) son huérfanos y tan pobres como cabría imaginar. Sin embargo, sus habilidades y conocimiento del “medio ambiente” llaman la atención de John Watson (Royce Pierreson), quien les ofrece una suerte de contrato para ayudarlo a lidiar con una misteriosa y oscura amenaza.

Al grupo terminará uniéndose el príncipe Leo (Harrison Osterfield), el clásico niño rico con ganas de aventuras que, en esta ocasión, resulta ser, además, hemofílico. Juntos, intentarán aclarar algunos extraños sucesos que quitan el sueño a la población londinense y, por el camino, tratarán de entender el extraño don de Jessie, que le permite conectarse con los delincuentes sobrenaturales.

Basta con ver los tres primeros episodios para notar, en primer lugar, que el guion ha sido trabajado con bastante poco esfuerzo en algunos tramos. Con más frecuencia de la que uno es capaz de aguantar, las cosas pasan solo como consecuencia de la intervención arbitraria del escritor. Sin explicación alguna o conexión plausible, los personajes suelen aparecer en un mismo espacio para resolver el caso o, simplemente, de pronto están ahí, en un cementerio, hablando con una monja que ha salido de la nada.

Luego está el tono en el que ha sido planteada la relación entre Watson y el grupo de intrépidos jóvenes. John, que era pura amabilidad en los relatos, aquí es un tipo duro, capaz de llegar a la extorsión con tal de convencer a Bea y su tropa de que le ayuden. Totalmente alejado del mentor que uno imaginaría, aquí el señor doctor no ofrece explicaciones, ni trata de dar muchos motivos para convencer a sus posibles asociados, quienes, a su vez, apenas tratan de pedir razones ante semejante actuar. Pero, bueno, como esto es una serie, hallan una forma de juntarse y echar para adelante. Al fin y al cabo, hay que salvar Londres, ¿no?

Está muy bien la ambientación y el tradicional diseño de la ciudad, brumosa y repleta de columnas de humo blanco. Asimismo, la acritud natural de la capital británica queda clara desde el comienzo y, aunque eso pudiera parecer algo no tan agradable, sí que ayuda a transportarnos con más facilidad al universo que nos plantea el creador Tom Bidwell.

Otro elemento que se nota bastante bien trabajado, a diferencia del libreto, es la dinámica entre el conjunto de protagonistas adolescentes, la cual nos recuerda una deliciosa mezcla entre dos series: X-Files y Stranger Things. Luego está el hecho de que los chicos actúan muy bien, algo que, a ratos, hace que nos olvidemos de los huecos argumentales. En sus naturales interpretaciones hay intensidad, carácter y hasta guiños de buen humor, factores que levantan la propuesta y nos hacen interesarnos por lo que vendrá en los siguientes capítulos.

¿Y Sherlock Holmes, qué? Ah, pues la mente más brillante del Imperio está demasiado ocupada lidiando con sus adicciones como para siquiera aparecer directamente en pantalla durante los primeros momentos de la producción. Se le intuye descansando en un sofá o durmiendo la mona después de vomitar al costado de la cama. Pero poco más hay de él en esos compases iniciales.

En cualquier caso, el célebre genio del 221B de Baker Street no está aquí para ser la estrella. La suya es una presencia que queda relegada a un segundo (casi tercer) plano, en función de destacar el rol de sus nada regulares asistentes.

Visto lo visto, The Irregulars peca por no ser demasiado original en un contexto sobrepoblado de series fantásticas y de investigación. Tampoco es un drama policiaco tradicional, pues los toques pulp y el desarrollo de la historia son lo suficientemente decentes como para trascender el clásico formato del “crimen de la semana”. Sin embargo, su poca “pegada” en términos de identidad representa un lastre “elemental” que deberá soltar si aspira a convertirse en algo más que una sencilla aventura de ocho partes.

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