Los bancos de películas, el Netflix cubano de los años 90

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El “banco” de películas era una especie de sitio desde donde se traficaban materiales audiovisuales con la intención de alquilárselos a aquellos afortunados que tuviesen un reproductor Betamax o VHS en sus hogares. Foto: Amazon.

Cuando la gente sabía de su pasado a través de los cuentos, explicaban su presente contándose historias, e intentaban predecir su futuro a partir de esas tramas, el mejor lugar de la casa junto al fuego se le reservaba siempre… al televisor. Sí, porque aunque suene muy bonito el homenaje a El Narrador de Cuentos, hay una realidad inobjetable: desde que apareció la televisión, ha sido alrededor de ese aparato donde la mayoría de la familia se ha reunido para hacer su vida después de la jornada de trabajo.

Ahora, luego de años de adorar esa caja mágica, alguna mente brillante creó un complemento (entonces) perfecto: la videocasetera. Así, surgió una alternativa a las propuestas predeterminadas y, de paso, un negocio enorme para rentarle o venderle a la gente los últimos filmes o series de la época.

Mientras todo eso pasaba en el (primerísimo) primer mundo, en esta isla del Caribe nuestro momento más tenso del día frente a la TV era decidir si después del noticiero se pondría la pelota o la novela. En los noventa, cuando eventualmente fueron entrando al país de forma más regular los “videos”, el panorama se transformó y apareció una “institución” que haría época en las vidas de los cubanos.

Si en Nueva York, Londres o Madrid tenían establecimientos conocidos como los Blockbuster o videoclubes, aquí inventamos su equivalente: el “banco” de películas, una especie de sitio desde donde se traficaban materiales audiovisuales con la intención de alquilárselos a aquellos afortunados que tuviesen un reproductor Betamax o VHS en sus hogares.

Aquel negocio, que era totalmente ilegal, creó nuevas rutinas en la comunidad. Por ejemplo, cuando ibas a casa del “banquero” a sacar algo para ver esa noche, había que ir con una mochila, una jaba oscura o algo que encubriera el ilícito contenido que llevabas dentro.

Otra cosa curiosa que sucedía era que el dueño del lugar te recomendaba llevarte algún largometraje de estreno, y luego, cuando le dabas play, pasaba que te habían metido una “copia de cine” en donde Sylvester Stallone parecía Julito el Pescador y Sharon Stone no se diferenciaba demasiado de Consuelito Vidal. Eso, en el mejor de los casos, porque igual podía ocurrir que el “especialista” te diera un review fantástico y después la cinta fuera más difícil de “digerir” que una de esas obras soviéticas sobre la Segunda Guerra Mundial.

También se daban situaciones como la siguiente: “fulano”, tu socio del alma, había conseguido la última de Steven Seagal o Jean Claude Van Damme. Por supuesto, como buen amigo que era, te avisaba para que fueras a verla a su casa. Sin embargo, detrás de todo había un “pero”: no podías decirle a nadie. En un final, la cosa se parecía bastante a aquella serie, En silencio ha tenido que ser, para poder estar al día con lo más selecto (o no) del cine internacional y hasta doméstico.

Los precios eran otra cosa. Normalmente, llevarse una peli hasta el día siguiente costaba cinco pesos. Algunos más “listos” tenían ofertas diferentes, y entonces te cobraban diez por propuestas más nuevas, mientras que las “viejas”-podían ser de hace una década o de dos meses atrás- mantenían el coste básico.

También podías encontrarte una promoción del tipo: “si coges dos, te doy una tercera gratis”. Sin embargo, a veces solía ser una apuesta engañosa, pues para esa tercera opción no podías escoger libremente, sino que te ofrecían una lista limitada de títulos, que bien podía ser considerada el equivalente de la “merma comercializable”. En resumen: el banquero necesitaba dar salida a aquellos casetes para que no se echaran a perder y tú eras el “elegido” para esa noble tarea.

Cuando el business crecía, aparecían los “mensajeros”, quienes te evitaban la necesidad de salir en busca de algo para consumir después de la novela. Esto era un arma de doble filo, pues si bien uno elegía cómodamente en casa, el catálogo se reducía bastante y no eran pocas las veces en que tenías que despedir al lleva-y-trae con una palmada en la espalda y un “gracias, pero hoy no”. Afortunadamente, no cobraban por visita.

Años más tarde, llegarían los VCD  y los DVD, los cuales cambiarían bastante poco todo el sistema de distribución. Ahí se mantendrían metodologías clásicas como esa de “colarte versiones de mala calidad como si fueran HD”, “si coges cinco viene una gratis”, “los muñes a mitad de precio” y “no tenemos pornografía”, que, de hecho, fue uno de los factores que posibilitaron la supervivencia de este negocio durante tantos años.

A la altura de 2010, los bancos de películas comenzaron a desaparecer (incluso duraron “vivos” un poco más que Blockbuster). La obsolescencia de los soportes físicos, la aparición del Paquete Semanal y luego la posibilidad de usar internet por datos, WiFi o ADSL (aunque fueran unos pocos), fueron sus principales verdugos.

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