Canción de Flow y Fuego: Capítulo I (La era mitológica)

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Hoy te traemos la primera de las reflexiones de El profesor Bizarro, un reconocido experto en antropología que llegará para deconstruir, de alguna manera, algunos elementos sobre cierta música que nos rodea.

Cuenta el Génesis de la Apócrifa Biblia del Reparto que, en un principio, todo era “pura chealdad”. El universo musical era caótico o, cuando menos, desordenado. El precario orden que se podía advertir en tan primigenia época estaba sujeto únicamente a los altibajos de popularidad de ciertos géneros y subgéneros musicales que solo una escabrosa metodología  arqueológica pudo descubrir y organizar recientemente.

Según la tradición, uno de estos géneros refiere al pop romántico de los 90. Mayormente latino, se debatía entre temáticas en extremo melosas y otras que disfrazaban tan vomitivo exceso de azúcar con algún que otro ritmo movido. La melosidad de este período fue tal que a ojos de hoy todo resulta confuso, en especial el estudio del controversial ente astral Pimpinela. Nada se tiene seguro respecto a este caso, pues, se dice, como varias deidades hermafroditas de la antigüedad, era hombre y mujer, que a la vez eran hermanos, que a la vez se odiaban y se querían, y ni siquiera se apedillaban Pimpinela, sino Galán. Los estudiosos tienen pendiente este tema.

Maestro de las artes coreográficas y estratega del disimulado oficio de mostrar el pecho y los bíceps fue Elmer Figueroa Arce, titánica figura de esta etapa mitológica que se recordaría durante las eras posteriores como Chayanne. Chayanne, junto a otras entelequias musicales como Cristian Castro y Luis Miguel, se distinguió también por ser un vasto conocedor de las míticas facultades de la gomina de pelo, lo cual le diferenciaba de entes aún más antiguos y despeinados, como la totémica deidad conocida como El Puma. De cualquier forma, Chayanne fue un caso excepcional, pues, dice la leyenda, sobrevivió al paso del tiempo y aún vive escondido en el corazón de todas las tembas, esperando a renacer como un dios.

Otro de los géneros de esa edad se reconoce como “La Década Prodigiosa”, la cual no ha podido ser identificada en el tiempo, y se presume que sea incluso de un universo anterior al que describimos en este trabajo. Los ecos de La Década Prodigiosa llegaron como mismo llega el fuerte destello de los soles que a millones de años luz  yacen muertos hace mucho en el espacio. Se recoge en sagradas escrituras la existencia de una suerte de Cástor y Pólux ibéricos conocidos como Juan y Junior, de un tal José José (cuyo nombre, dicen los exégetas, quizás haya sido solo José y la confusión se deba a una involuntaria pifia de los evangelistas) y de un brasileño llamado Roberto Carlos, que después renacería como una estrella futbolística de su país. Vale decir que este último fue considerado por los expertos, a partir de un análisis exhaustivo de su obra, como el Poe o el Lovecraft de aquellos tiempos, gracias a la perturbadora imagen de un gato triste y azul (síndrome de argiria, quizás) que legó a la posteridad.

Existieron otros ritmos movidos, o lo que podía entenderse como “movidos” en una época donde todavía no había sido teorizada la “cinética de cintura”, descubierta en el complicado proceso experimental del “perreo”. Varios de ellos (de las ancestrales familias del pop, del rock y de la consecuente unión por conveniencia económica de ambas: el pop-rock) solían ir acompañados de un lenguaje extraño y enrevesado que los reparteros que surgirían años después serían incapaces de aprender y que, para asimilarlo de alguna manera, transformarían casi por completo. Según las mentes más brillantes en materia de filología del reparterismo, es probable que este antiguo lenguaje llamado inglés viniese del esperanto o, como afirman otras fuentes, descienda directamente de alguna rama del élfico o del klingon.

En la isla donde se concentra nuestro estudio, también existían figuras ancestrales endémicas, de las cuales muchas quedarían en el olvido. Aquí se dio un proceso muy interesante y rico en cuestiones mitológicas, sobre todo en la figura del salsero (“el que tiene que ver con la salsa”, según la RAE, aunque nunca se especifica qué tipo de salsa) y las contradicciones encontradas en las historias que los envuelven. Encontramos, por ejemplo, una dualidad destructiva y reparadora, algo como el Yin y el Yan o la doble naturaleza de Shiva, en un salsero recordado como El Tosco y otro recordado como El Médico de la Salsa, quienes compartieron espacios eventualmente. Según el tomo III del imperdible gutembergiano La timba no es guayaba: “se presupone, semánticamente hablando, que la salsa que uno destruía, el otro la salvaba, aunque la mayoría de las investigaciones refieren a que el primero, en verdad poseía, de manera indudable, mejores habilidades culinarias que el segundo”.

En mi libro La rama plateada: mitologías musicales comparadas y descartadas (2012, Edit. Platinum Record), para más referencia, hago un estudio detallado sobre esta etapa del universo pre-reguetón que llegaría a su decadencia en los albores del siglo XXI o siglo I, para los reparteros. A partir de entonces, la salsa, la timba y otras degustaciones culinarias como el merengue, se convertirían en salsatón, timbatón y merenguetón (este último género más adelante será abordado entre los grandes aportes del polifacético grupo, numéricamente hablando, de “Los 4”); mientras que aquella “pura chealdad” melosa y primigenia, alcanzaría el cenit de su metamorfosis conceptual -luego de transitar por la bachata reguetonera- con la introducción del término “maldad”, o “maldá”, que también es aceptado por los expertos.

(Continuará)

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