#checkpoint: «The King of Kong»: la obsesión con un récord

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Fotograma de The King of Kong.

Billy Mitchell recibió en 1999 el premio al gamer del siglo, gracias a numerosos logros en el mundillo de los videojuegos, como poseer el máximo récord de puntos de Donkey Kong (1981, Nintendo), ser el primero en lograr en público una puntuación perfecta en Pac-Man (1980, Namco), y otros impresionantes registros para títulos de los ochenta, todos considerados juegos difíciles en extremo. Luego Mitchell cayó en desgracia al ser acusado de hacer trampa en las partidas de Donkey Kong, y de héroe se convirtió en villano. Al probarse que no utilizó una máquina original para sus puntuaciones, todos sus demás récords fueron invalidados, incluso los que logró de forma legal.

Pero la historia de Mitchell está en internet, mejor explicada que lo que yo pueda hacerlo acá. De lo que quiero hablarles es del documental The King of Kong (2007, Seth Gordon), una joya que no solo dibujaba con antelación la silueta de villano de este hombre, sino también la de todo el séquito que lo acompañaba y veneraba como si fuese un dios.

La sinopsis del documental es sencilla. Steve Wiebe está teniendo una mala racha en la vida. Necesita hacer algo que le haga sentirse en control. Y ese algo, cree él, será romper el récord de Donkey Kong, en manos de Billy Mitchell hace más de 20 años. La mesa está servida. Por un lado, un hombre que busca llegar a lo más alto. Del otro, un individuo que se niega a desprenderse de su corona. A su alrededor, el séquito de Mitchell, dispuesto a defender a su héroe a como dé lugar.

Más allá de la búsqueda del récord y todos los percances sufridos en el camino, The King of Kong nos regala otros dibujos muy interesantes, más cercanos a lo social que a los videojuegos.

En primer lugar está Wiebe, obsesionado con lograr una puntuación nunca antes alcanzada, en parte por querer estar en la lista de los Récords Guinness. Si bien Seth Gordon romantiza esta obsesión, hay par de escenas que nos hacen entender que el tema quizás no tenga mucho sentido. La primera es en un instante en que se está grabando mientras juega (método para demostrar que rompió el récord), y su hijo menor le empieza a gritar para que lo ayude a limpiarse tras ir al baño. Steve no detiene la partida y todo queda como una anécdota graciosa. El otro momento es cuando su hija le dice, sin ningún tacto, que algunas personas han arruinado su vida para entrar en los Récords Guinness, mientras él se dirige a una convención para buscar estar en ese libro. Gordon disfruta el viaje de Steve, pero también nos alerta de lo peligroso de la elección.

Por otro lado tenemos a Billy Mitchell, una figura pública que termina retratado como un villano y un imbécil. Y sí, el montaje lo deja muy mal parado, pero las palabras que salen de su boca valen oro. Mitchell todo el tiempo intenta decir frases determinantes, como si fuesen a ser citas para la posterioridad. Habla algo y se queda mirando a cámara o al vacío. Lo malo es que, en determinado punto, sus frases se vuelven en su contra (en el mismo documental), y hoy, quince años después, y descubierto como tramposo, estas son aún más lapidarias. Mitchell vive tan acostumbrado a su aura de semidiós, que se compara a sí mismo con temas como el aborto (por las supuestas polémicas que este trae, según él). No es el único culpable de esto. Todos sus supuestos amigos, gamers como él, que le veneran como a un mesías, se encargan de recordarle cada día lo grande que es.

Es muy probable que lo mejor del documental sean estos personajes secundarios, suertes de jefes de niveles que intentan frenar a Steve. Me voy quedar con dos de ellos. El primero es Brian Kuh, quien está obsesionado con ser su heredero y pretende defender el legado de su maestro de cualquier farsante que intente superar su puntuación. Kuh es un fanboy, muy parecido a esos defensores de Messi o Cristiano, pero con un aura de patetismo muy fuerte. Sus expresiones faciales y sus palabras lo dejan muy mal parado. Su vida parece girar alrededor de Donkey Kong y Mitchell, y termina siendo alguien por el cual sientes pena.

El otro tipo maravilloso es Steve Sanders, quien comienza con serias dudas sobre la legitimidad de Wiebe. Sanders es un amigo de los años ochenta de Mitchell y siente que le debe una gran lealtad, por ello no le agrada Wiebe. Sin embargo, a medida que avanza el documental, siente empatía por él. Comparte con él en una de las convenciones y termina diciendo que es agradable. Sanders cambia su opinión, evoluciona tras intercambiar con el supuesto rival. Mantiene su lealtad a Mitchell, pero entiende que el retador también es un ser humano.

Uno de los mayores méritos de The King of Kong es su montaje. Donkey Kong es un juego repetitivo, incluso aburrido. Y hacer un documental de cómo dos tipos buscan el récord mundial tampoco suena muy interesante. Sin embargo, a la hora de poner las piezas, logra crear un drama en el que nos vemos inmersos. Es imposible no sentir empatía por Steve Wiebe, u odiar a Mitchell, y eso, en parte, también es por el montaje, al colocar a uno como el héroe y al otro como el villano. Tal vez no sea lo más ético, pero narrativamente funciona a la perfección.

Lo mejor de esta cinta de Seth Gordon es cómo la sospecha que uno tiene acerca de Mitchell y su falta de transparencia, se demostró diez años después. La película fue una suerte de prólogo de lo que vendría, y la disputa judicial que aún hoy se mantiene en pie. The King of Kong puede funcionar en muchos sentidos, ya sea como un relato de superación, o de cómo una obsesión te puede ayudar a seguir adelante. Incluso, puede verse como una disección detallada de un grupo social obsesionado con la grandeza de una persona. Pero yo me quedo con el retrato de Mitchell: un tipo aferrado a una posición, negado a perder su puesto de rey, sin importar qué métodos deba usar.

Vea el documental completo:

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