#checkpoint: «The Red Strings Club»: ingeniería social y cuestiones morales

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The Red Strings Club es una obra de Deconstructeam que vio la luz en 2018. Foto tomada de New Game Network.

El ciberpunk siempre ha sido pasto de conflictos éticos y morales relacionados con la tecnología y el control por parte de grandes transnacionales. Quién traza los límites de lo que puede o no hacer un gigante de la tecnología es un tema que siempre ha acompañado a las distopías futuristas. The Red Strings Club (Deconstructeam, 2018) no es excepción, aunque su forma de explorar estas temáticas sí son un tanto particulares. Alejada de la clásica dualidad pobreza-tecnología, y con un enfoque que busca hacernos dudar de nuestra propia visión y la del personaje principal, la obra de Deconstructeam nos regala un mundo transhumanista donde el individuo abraza su fusión con la tecnología.

La mayor parte de la acción se desarrolla en un bar, donde servimos bebidas a nuestros clientes. Donovan, el hombre detrás de la barra, es un traficante de información que, a través de cócteles, induce diferentes estados de ánimos a sus clientes, y con esto, logra que le cuenten más de lo que ellos desearían. Si bien la base de The Red Strings Club es más cercana a aquellas aventuras conversacionales, donde cada rama de diálogo permite descubrir nuevas informaciones, con la mecánica de la coctelería (sí, preparamos los tragos y decidimos qué estado provocar en nuestro interlocutor antes de hacerle una pregunta) disfrutamos de otra capa de accesibilidad, donde si no atinamos a acertar la pregunta con el estado adecuado, perdemos esa oportunidad. No hay vuelta atrás: el juego cuenta con un sistema de salva en tiempo real que no nos permite corregir errores.

Además, al terminar cada conversación, tenemos una especie de chequeo para saber si fuimos capaces de hacer una buena lectura de nuestro invitado de turno. En un primer momento, esto parece un poco forzado, pero a medida que percibimos los cambios de humor y síquicos tras servir un cóctel, entendemos mejor los pequeños interrogatorios. Además, suspender el test no provoca grandes cambios en la narrativa, más bien nos priva de determinados fragmentos de la historia, u oportunidades de acceder a más información, pero nunca nos da una sensación de derrota o necesidad de reiniciar. No obstante, es recomendable jugar más de una vez para conocer cada detalle.

Junto a Donovan, también contamos con otros dos personajes jugables. El primero es Akara, un androide “diseñado para hacer feliz a las personas”. Con ella creamos órganos especiales para suplir las necesidades de los clientes de la compañía. Lo curioso es que este minijuego fue desarrollado con anterioridad por Deconstructeam en una Jam, titulado Zen and the Art of Transhumanism, pero adaptado para la narrativa de The Red Strings Club. La pausa y la calma son características innatas de la obra, pero en esta pequeña sección donde manejamos a Akara, la sensación de paz es aún más intensa, ya sea por el laboratorio donde estamos, la certeza de que no saldremos de este, la facilidad para reiniciar si cometemos un error a la hora de crear un implante, o la maravillosa música de Fingerspit.

Lo más interesante de The Red Strings Club es su capacidad para hacernos pensar en el comportamiento del ser humano. Foto tomada de New Game Network.

Y hago un alto en la música. Desde el primer segundo, la banda sonora te induce a este universo donde la mayor parte de los humanos viven felices (o eso intentan) gracias a sus implantes, y las luces de neón están presentes en cada edificio de la ciudad. Estamos en presencia de un videojuego donde los textos y el diálogo guían la partida, el ritmo y los cambios son impuestos por la música. La suavidad con la que se funde con los efectos de sonido y la sensación de que, sin importar qué melodía se reproduce, no abandonamos este mundo distópico, le da una personalidad única.

El pixel art brilla en las escenas de espacios abiertos donde podemos apreciar la belleza de la ciudad. En el cierre del videojuego estamos en una oficina y a través de una ventana inmensa vemos los rascacielos acompañados de luces de neón. La lluvia no cesa, y a cada rato un relámpago llena de luz el cielo. De hecho, el cierre es mi momento favorito de The Red Strings Club. Estamos en la oficina de un alto ejecutivo de Supercontinent Ltd, la empresa villana de turno que pretende ejercer cierto control mental sobre toda la ciudad. En esta ocasión encarnamos a Brandeis, quien, entre sus implantes, cuenta con un modulador de voz que le permite imitar a cualquier persona. Nuestro objetivo: detener el lanzamiento de este producto.

Debemos hackear el sistema a través de conversaciones telefónicas, o sea, a través de ingeniería social. Obtener nuevas voces, convencer a otros ejecutivos de la gravedad del asunto, mentir, hacer lo que sea necesario con tal de lograr el objetivo. Todo es muy sencillo, no hay un hackeo real; tal vez necesitemos pensar en uno o dos detalles para poder explorar otras conversaciones, pero no mucho más. Sin embargo, la sensación de intrusión y manipulación es espectacular. Una ligera sed de poder se adueña de nosotros. Esta escena también toma como base otro videojuego de Jam de Deconstructeam, Supercontinent Ltd; puede parecer un poco vago, pero reutilizar mecánicas que funcionan a la perfección para mejorar tu producto es una gran idea, más cuando el desarrollo de videojuegos toma tanto tiempo.

Lo más interesante de The Red Strings Club es su capacidad para hacernos pensar en el comportamiento del ser humano. Durante toda la partida luchamos por detener este producto de control mental que evitará asesinatos, suicidios, violaciones, lo cual en teoría no suena tan mal, pero a su vez nos priva de libertad y personalidad. Mientras, mentimos, manipulamos, engañamos y drogamos a un grupo de personas para lograr nuestro objetivo: un supuesto bien mayor. ¿Qué nos hace mejores o nos permite tener mejor capacidad para decidir cuál es la línea moral que debe cruzarse o no? ¿Por qué creemos saber qué es lo mejor para la mayoría? La lista de preguntas podría seguir, cada persona puede encontrar inquietudes diferentes al jugar The Red Strings Club. Esa exploración moral, tanto del individuo como de la sociedad, lo convierten en un videojuego donde la etiqueta de arte se queda un poco corta.

Trailer:

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