Toda la vida un hueso de pollo

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«Aprendí aquella técnica: con la lengua se envuelven los cartílagos blandos (no es disfrutable si se hace con los dientes) y luego se succiona hasta desprenderlos». Foto tomada de Salud Consultas.

A los ocho años cualquier estupidez se convierte en una habilidad. Solo eso explica la pasión con que aprendí a desnudar el hueso de un muslo de pollo. Fue un gusto que no adquirí de mi familia sino de El Chino, un chapista que reparaba los carros de mi abuelo. El Chino almorzaba en la terraza, siempre sin lavarse las manos y con el sudor escurriéndole del pecho blando hasta la barriga. Era flaco, pero tenía el hambre de todos sus ancestros. Comía con la mayor delicia que jamás vi a hombre alguno. Lo juntaba todo: los frijoles con el tomate, frijoles con arroz amarillo, frijoles con pan, y dentro del pan, lo que hubiera de carne.

Yo lo miraba comer, desde una esquina, y él intentaba sacarme una risa cuando con su lengua empujaba las dos espigas flojas que cubrían el espacio original de sus dientes. Si soplaba fuerte, los incisivos se despegaban, como las cortinillas de un ventanal. No sé cómo podía limpiar un hueso ni triturar cartílagos con tanta facilidad. Era un experto en el deshuese.

Desde entonces aprendí aquella técnica: con la lengua se envuelven los cartílagos blandos (no es disfrutable si se hace con los dientes) y luego se succiona hasta desprenderlos. Al final hay que romper el hueso por los extremos y succionar la savia negra, esa delicia última. Lo hago siempre, todo eso, cuando tengo un trozo de muslo de pollo entre las manos. Y recuerdo a El Chino, que después de comer regresaba al patio y encendía un cigarro con la llama azul de la mecha con que chapisteaba. Se metía entonces debajo del carro con aquellas gafas de cristales verdes, la mecha en una mano y la mano amarrada a un trozo del chasis. Mi abuelo pensaba que estaba trabajando. El Chino dormía.

Hay personas que pasan por la vida de uno como si nada, y no importan mucho sino al tiempo, cuando te descubres repitiendo pedazos de ellos, un gesto. Y los recuerdas despacio mientras masticas despacio, como yo con El Chino, que está conmigo algunas veces al mes, siempre en los almuerzos, cuando desnudo el hueso de un pollo.

De El Chino no supe nada más que de su vida de pobre. Lo era cuando se fue de Cuba en una balsa que construyó él mismo con recortes de chapas de zinc que robaba de sus trabajos. Dice mi abuelo que El Chino se fue una madrugada del año 2000, con dos primos; dice que en la balsa llevaba dos tanquecitos con oxígeno y acetileno pintados con los colores de la bandera cubana; y la mecha, alambre de estaño, una fosforera y polvo de aspirina.

Eso, y otras cosas que se hundieron en el mar.

Hay personas que pasan por la vida de uno como si nada, y no importan sino al tiempo… Algunos están muertos.

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