«Dibu», el animado extranjero que marcó a una generación de cubanos

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De toda la vida, el cubano ha sido un consumidor obseso de la televisión. Desde que llegaron a nuestros hogares los primeros armatostes con tubo de rayos catódicos diseñados para la transmisión de imágenes en movimiento, la familia cubana fue otra. Muchos programas marcaron sus horas frente a la pantalla, pero pocos como uno que llegó en 2001 y puso de cabeza a todos los habitantes de la Isla.

A principios de siglo, el rey del animado en Cuba era Elpidio Valdés, ese entrañable personaje creado por Juan Padrón. Claro que, a lo largo del tiempo, había tenido su competencia, porque Voltus V, Bolek y Lolek y Me las pagarás (Conejo-lobo) tampoco pasaron inadvertidos. Sin embargo, nunca llegó a tener un “rival” a su altura hasta que llegó Dibu. Entonces, por un tiempo, quizás se le puso difícil el “pitcheo” a nuestro pillo-manigüero-mambí.

“Mi familia es un dibujo, pero no se le parece (en nada). Mi familia es un dibujo, es un comic, o son gremlins… Son recontra divertidos…”

Mi familia es un dibujo fue una producción argentina emitida originalmente entre 1996 y 1998 por la señal de Telefé. De gran éxito en su país de origen, la llegada de Dibu y su parentela al espacio Aventuras, dejó una huella «nivel Tiranosaurio Rex» en el público antillano.

Que esa criatura pelirroja hubiera nacido de una pareja humana era algo muy raro, pero nada más ver un par de episodios, uno se olvidaba de ese nimio detalle y elegía la diversión que traían las “trastadas” del “dibujito” y su parentela.

Esta versión rioplatense de Pepito (o Jaimito), con su voz ronca, camiseta rojiblanca, dientes saltones y una enorme sobredosis de picardía, llegó como una especie de sustituto espiritual del querido Toqui y rápidamente se ganó un montón de fanáticos de todas las edades. La Dibumanía estaba entre nosotros.

Para quienes crecimos en esos años, la presencia bidimensional del carismático ser llegó a convertirse en una constante. Comedores de escuelas, aulas, plazas y parques fueron “tatuados” con su imagen sonriente, que parecía perseguirnos a dondequiera que fuéramos.

Por supuesto que, además del animado, nos llamó la atención el resto de la tropa, sobre todo Caro (Marcela Kloosterboer), Víctor (Facundo Espinosa) y Leo (Andrés Ispani), hermanos mayores de Dibu que se convirtieron en los crushes de niños y niñas en toda la Isla.

Además, Pepe (Germán Kraus), Marcela (Stella María Closas) y el abuelo Atilio (Alberto Anchart), servían como  complementos geniales a los chicos, pese a que pasaban todo el tiempo intentando descifrar sus “inventos”.

El boom de la serie en Cuba fue tal, que el «marketing extraoficial» aprovechó para crear un catálogo de productos que iba desde carpetas, libretas personalizadas, forros de libros, lápices, camisetas, gorras y otro montón de piezas que elevaron a Dibu a un estatus similar al de cualquier animado de Disney.

Los más listos comenzaron en aquel entonces a imprimir —por toneladas métricas—figuras para colorear, sueltas en una hoja tamaño A4 o dentro de un libro. En algunos sitios pedían hasta cinco pesos por una sola imagen y 20 por las “galerías”, todo eso sin contar la “mordida” que tocaba si además querías comprar un juego de plumones o lápices de colores para completar la experiencia.

Mientras los episodios se sucedían en la televisión, también llegaron las películas para aumentar la euforia en torno al dichoso personaje. Entonces a los “banqueros fílmicos” -esa suerte de Blockbuster cubano- les llegó el turno de forrarse,  aprovechando el insaciable deseo de alquilar una y otra vez las cintas VHS en donde venían grabadas las peripecias de Dibu.

Los niños estaban locos por el “bicho”, y en el proceso fueron sacando las canas de sus propios padres. Los grandes de la casa descubrieron poco a poco cómo algo que había empezado siendo un fenómeno gracioso se iba convirtiendo en una pequeña industria del entretenimiento, capaz de acabar con sus salarios más rápido que lo que tardaban en decir “moneda libremente convertible”.

Como a todo ídolo de masas, de pronto a Dibu comenzaron a aparecerle sus propios detractores. Un grupo de gente obtusa comenzó a señalar las actitudes de la tierna caricatura como la causa de ciertas conductas incorrectas por parte de los muchachos. Casi de la nada, las ocurrencias y enredos familiares de la serie fueron señaladas como un “mal ejemplo” para los niños y jóvenes de la mayor de las Antillas, al punto de que en ciertas escuelas y centros educativos fueron tapadas de las paredes las mismas imágenes alegres que habían llegado allí solo unos meses antes.

Pero el final de la furia dibujística no llegó porque unos cuantos quisieran hacerle la guerra, sino por cosas de la costumbre. Después de decenas de episodios, la novedad se convirtió en rutina y a los chamas, sencillamente, ya les daba igual Dibu, su hermanita Buji y todo lo que tuviera que ver con ellos. Al final, pasó igual que en aquella canción y la costumbre terminó siendo más fuerte que el amor.

Eventualmente, la mayoría cambió a Dibu por los Power Rangers, las Tortugas Ninja, las Barbies o el entretenimiento que estuviera de moda. Eso sí, la huella de esta suerte de “principito” con exceso de cafeína, vivaracho y parlanchín todavía es recordada por más de los que están dispuestos a admitirlo.

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