Duvai

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Jugábamos tenis en un país en el que el mejor tenista de su historia apenas había ocupado el lugar ochenta y cinco del ranking mundial. Foto: Moises Alex/ Unsplash.

Mi padre nunca entendió que yo no tuviera el hambre de los campeones. Yo tenía otro tipo de hambre que todavía hoy no alcanzo a definir. De niño, nuestro proyecto familiar se cimentaba sobre la idea de que yo ganaría el torneo Roland Garros cuando creciera.

Jugábamos tenis en un país en el que el mejor tenista de su historia apenas había ocupado el lugar ochenta y cinco del ranking mundial. Pero nunca llegamos ni siquiera a ser el número cuatrocientos doce, ni el seiscientos cuarenta, ni el mil doscientos.

Nunca aparecí en ningún ranking. Quizá esto fue lo que provocó que mi familia se desmoronara.

*

Todos los niños querían ser Rafael Nadal o Roger Federer. A mí me molestaba la forma en que Nadal se olía los dedos después de sacarse el calzoncillo del culo. De Federer odiaba que nunca lograra articular una palabra cuando ganaba Wimbledon: comenzaba a llorar y se pasaba dos minutos emitiendo sonidos de bebé que no entendía nadie.

Tuve que buscarme otros ídolos. Inventármelos.

*

Era evidente que nuestro proyecto tenístico no iba a ningún lado. Creo que tanto mi padre como yo lo sabíamos en el fondo. Pero, visto de esa manera, ¿qué va hacia qué lugar? A él le gustaba llegar a las canchas sobre las seis de la tarde en su Lada destruido y preguntarle al entrenador: ¿cómo le va al muchacho? (Yo siempre estaba mejorando, pero, al parecer, nunca mejoré lo suficiente). A mí me gustaba terminar destruido. La sensación de no tener fuerzas para más nada.

Eso era todo. ¿Hay algo más?

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Hubo una temporada en la que fui el mejor. Le ganaba a todo el mundo. Fue horrible.

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Me gustaba Andrés Agassi, por ejemplo.

Al principio tenía el pelo largo y era una especie de sex symbol. Su casamiento con Brooke Shields revolucionó el mundo del tenis. Pero pronto el pelo se le empezó a caer de forma vertiginosa y Brooke resultó ser una lamedora de manos en televisión nacional. Agassi empezó a usar una peluca. En el último set de una final del US Open, su mayor miedo era que se le cayera la peluca delante de todo el mundo.

La peluca de Agassi contra los trofeos de Federer. Pueden entender cómo no hay comparación.

*

Entrenábamos todos los días de dos a seis, de lunes a viernes. Los fines de semana mi padre me llevaba a practicar el saque. Me tomaba videos que luego veíamos en la casa, yo tomando Gatorade y él líneas de ron.

“Ese saque fue una mierda”, decía, “tienes que arquearte más”.

Verme en los videos me causaba una sensación de extrañamiento. A veces poníamos la cámara lenta para apreciar mejor cada movimiento, y sentía que estaría atrapado en el domingo pasado, por siempre.

*

Había un uruguayo: Marcel Felder. Ya sé, ya sé que a ese nadie lo conoce. Pero en realidad fue número cinco del ranking ATP Junior. Luego de adulto no llegó a nada. El tipo medía uno sesenta y cinco y sus golpes eran débiles. Tenía un revés cortado que era peor que el mío. Vino a la Copa Davis a jugar contra Cuba cuando ya su carrera iba cuesta abajo.

Y también iba, dos sets abajo, contra Ricardo Chile, nuestro mejor jugador. El tiempo estaba en su contra, los árbitros estaban en su contra y la vida estaba en su contra.

El entrenador del uruguayo se paraba detrás de la cancha y le decía: “sufre, Marcel, sufre”.

*

Nosotros teníamos un entrenador que se llamaba Duvai. Como la capital, pero con uve.

Era el encargado de llevarnos hasta las canchas de arcilla de Roland Garros. Era el tipo más duro de todo Cojímar. Nos trataba como si fuéramos perros, pero le gustaba combinar sus exigencias con algunas dosis de bondad. Nos llevaba polivits para alimentarnos, le enseñaba las tablas de multiplicar a un niño retardado que entrenaba con nosotros y explicaba que siempre era necesario darle cinco minutos de dedo(s) a tu novia antes de penetrarla. Después nos tiraba pelotazos y nos botaba de la cancha, para que reflexionáramos sobre lo que habíamos hecho mal.

Según mi padre, Duvai era un tipo que tenía una perspectiva holística de las cosas. Yo era muy pequeño para entenderlo.

Duvai no nos llevó hasta el Roland Garros, pero sí hasta Villa Clara y Artemisa y Pinar del Río, donde destrozamos a nuestros rivales con facilidad. Además, me consta que ese niño se aprendió los productos y hoy por hoy es un hombre adulto que sabe multiplicar

*

Mi partido de tenis preferido fue una final en la cancha Philip Chatrier. Año 2004. Guillermo Coria contra Gastón Gaudio. Cinco sets. Parecía como si ninguno de los dos quisiera llevarse el trofeo a casa. La posibilidad de la victoria estaba ahí, pero en realidad era inexistente. Olvídate de Nietzsche y olvídate de Camus y olvídate de Markus Gabriel, tienes que ver ese partido.

Coria era el favorito, no había perdido un set en todo el torneo y si ganaba se convertiría en número uno del mundo. Gaudio era como el sesenta del ranking. Tenía un revés hermoso pero era, esencialmente, un perdedor. Gaudio gana en el quinto set, después de que Coria fingiera un dolor en una pierna y el partido se volviera completamente loco.

Cada mañana de sábado yo ponía mi casette en el video VHS para ver el juego completo. Tenía que levantarme temprano porque corría el riesgo de que mi hermana lo hiciera primero y pusiera Mulán. Así se forjaron nuestras personalidades. Estamos en esos viejos cassetes que ya no funcionan, más que en cualquier otra cosa.

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Justo a antes de perder la virginidad: la imagen de Duvai mostrando de qué manera había que utilizar los dedos.

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Dos semanas atrás me encontré con Rami, uno de los niños con que solía jugar. Tomamos un par de cervezas y recordamos los viejos tiempos. Entonces me dijo que Duvai se había muerto en un accidente en México. Luego siguió contándome otras cosas, actualizándome de qué había sido del resto de los jugadores frustrados.

¿Y tu papá?, preguntó después.
Ahí va, le dije, ahí va.

*

Después de esa final, Coria cayó en picada. Siguió pretendiendo que tenía dolores en la rodilla, o en cualquier parte del cuerpo, con tal de no tener que ser Guillermo Coria y ganar todos esos torneos. Hubo un momento en que le quebraban todos sus juegos de saque. Su primer servicio era de apenas ochenta kilómetros por hora.

¿Te acuerdas de Guillermo Coria?, le pregunto a Rami.
No se acuerda.

Vamos hasta la cancha del Comodoro. Estamos borrachos. No tenemos pelotas ni raquetas para jugar. Pero eso es lo de menos: comenzamos a jugar.

*

Duvai tenía una amenaza bastante recurrente. Si jugábamos mal con un rival que él consideraba inferior, el tipo se acercaba y decía algo así como: si pierden, van a estar corriendo hasta que yo me acuerde. De modo que dependíamos de la buena memoria de nuestro entrenador.

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Sufre, Marcel, sufre.

*

Me encaminé a la red con toda la velocidad que pude. Hice un pequeño split para quedar en una buena posición ante el tiro de revés de Rami. Fue un golpe liftado, pegado a la red, difícil. Me tiré a un lado y logré salvar la pelota, que fue a dar a la otra cancha en un punto que parecía imposible de alcanzar para Rami. Pero él dio unos pasos largos y rápidos y llegó. Con la punta de la raqueta sacó un globo con mucho efecto. Desde que la vi salir, supe que la pelota iba a picar fuera. Era un rompe nubes. Había mucho viento, así que la pelota titubeó y se movió en el aire de forma inusual, y así pasó por encima de mí. Con esa velocidad y efecto enrarecidos, pareció detenerse al final de la cancha para picar justo en la línea. Me quedé mirando fijamente la línea de fondo.

Dime, ¿fue buena bola?, preguntó Rami, riendo. Me demoré en responder y después dije: Sí, picó en la línea.

Rami comenzó a celebrar, y dibujó un corazón en el suelo, como hacía Gustavo Kuerten, y se acostó dentro. Yo observé en silencio su celebración y luego rompí mi raqueta imaginaria contra el suelo.

*

Bueno, ¿quieres seguir con esto?, me preguntó mi padre una vez, sentados en las gradas de la cancha número nueve.
No, no quiero, le dije.

Y él se echó a llorar.

*

Guillermo Coria se retiró definitivamente en el 2011. Había estado vagando como un fantasma por el circuito de torneos menores por más de tres años. Aún se mantiene fingiendo su dolor de pierna.

*

A veces tengo la impresión de que todavía estamos corriendo, de que Duvai no se acuerda de que, eventualmente, tendrá que acordarse de mandarnos a parar.

*

Llamo a mi padre:
¿Sabes que Duvai se murió?, le pregunto.

Sábado por la noche. Está borracho. Comienza a reírse, no puede parar de reírse. Finalmente toma un respiro y dice:
¡Dubai!, ¡¿cómo se va a morir una ciudad?!¿De qué estás hablando?, pregunta.

Tenía razón mi padre. No tiene ningún sentido que una ciudad se muera.

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Daniel Fonseca

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