Guy Ritchie: fast forward, rewind

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Debes saber que en The Gentlemen (2019), la última película de Guy Ritchie, una pistolita dorada del largo de un cigarro desanuda la trama; solos dos balas le caben al revolver de miniatura, que es también un pisapapel y un disparo de arrancada y una metáfora maravillosa, cuya inscripción “Hands across the sea” resume el ejercicio narrativo de esta cinta con la cual el cineasta británico recupera su versión premium.

Ritchie pasó algunos años perdido en la vorágine hollywoodense. En ese tiempo disparó dos partes algo resultonas de su versión del clásico detective Sherlock Holmes, y una película intrascendente de espionaje; en 2017 sacó pecho con King Arthur: Legend of the Sword y apenas dos años después se vino abajo con una estúpida, insulsa, Aladdin. Necesitaba pasta, Ritchie. Se metió en la tripa larga de los films comerciales y salió bastante maltratado por la crítica, ya sin buenas noticias suyas desde aquel último chispazo de humor negro británico y gansterismo que fue RocknRolla (2008).

Antes, cuando Ritchie no se había tostado con el sol californiano ni había recogido el maleficio de Basquiat entre las piernas de Madonna, conquistó a los cinéfilos con dos películas buenas, marca de la casa: Lock, Stock and Two Smoking Barrels (1998) y Snatch (2000). Dos cintas con bastante acción, tipos duros pasados por la lluvia londinense y diálogos secos, ágiles, cercanos al gag ácido de lo más british. Esos parlamentos inteligentes, tarantinianos, cargaron las primeras críticas, y desde entonces Guy sería conocido como un imitador sobresaliente de la narrativa bandolera y el ecosistema cinematográfico del genial Quentin. Aunque la influencia del cineasta americano importaba poco, porque la apuesta estética de Ritchie iba más de la aceleración de tempos, de cámaras lentas en atmósferas oclusivas en plano detalle, rejuegos técnicos que daban como resultado un relato rapilento, vertiginoso. En sus obras casi siempre apuesta por la no linealidad del argumento, por la historia fragmentada que combustiona a partir de ciertos detalles precisos, elementos desencadenantes: un perro, un diamante, una pistola dorada en miniatura…

Cubacitas

Si hay choques de carros, es un film de Guy Ritchie.

Si hay delincuentes simpaticones y chistosos que hablan como académicos sobre temas intrascendentes a la hora del té; si hay chinos traficantes y negros ladrones casi siempre presentados como recaderos tontorrones y manipulables, si hay judíos o gitanos; si hay, además, tipos afeminados increíblemente duros y una voz en off que relata la biografía de cada personaje, sus frustraciones y cuenta lo jodidamente salvajes que son; si, de paso, hay cuatro o cinco secuencias de gente conversando dentro de un carro, desperdigando como un juego de yaquis las consonantes obesas del inglés británico durante diálogos de lo más cretinos…

Si hay un primerísimo primer plano al cañón de una pistola o a una dentadura revestida de oro; si hay smash cut a montones, si hay prolepsis; si hay un tipo siempre en el momento y lugar equivocado pero no muere aunque lo salpiquen de sangre porque puede, incluso, esquivar balas sin darlo por hecho, entonces podemos afirmar que es un film del viejo Ritchie.

De todo eso, en mayor o menor cuantía, podemos encontrar en The Gentlemen. Tenemos a Hugh Grant en plena forma, en el papel de reportero experto en camuflajes y desplazamientos en terreno enemigo, medio paparazzi, chantajista a tiempo completo y homosexual de momentos puntuales, muy brillantes, para este actor que empezó a creérselo cuando abandonó las comedias románticas. Excelente.

Sigue un Matthew McConaughey a quien hizo muy mal el tiempo en Londres. No desentona bajo los trajes lujosos de un magnate, traficante y dueño de una trasnacional comercializadora de marihuana, pero es, por momentos, demasiado plano. Aunque después de las descomunales actuaciones de Dallas Buyers Club (2013) y True Detective, todo lo que haga el caballero de Texas nos parecerá mediocre.

El resto del reparto cumple.

The Gentlemen es la película más estilizada de Ritchie, quien se pone lúdico incluso al punto de insertar elementos metatextuales en un rejuego cinematográfico: los hechos que se narran en la cinta mientras el reportero interpretado por Grant relata (lo que sucedió y sucederá) una historia contenida en un guion ya escrito por él mismo. El enredo está servido. Desde el inicio la narración gira, se tuerce, oscila… Es un film para espectadores detallistas.

El montaje es de primera, un trabajo absolutamente bestial del australiano Paul Machliss, acostumbrado a las secuencias rápidas y cortas desde su trabajo en Baby Driver (2017).

Para ver las películas del verdadero Guy Ritchie, el premium, el de Snatch y Revolver, el “imitador” insuperable de Tarantino, hay que sentarse frente a la pantalla sin prejuicios, dispuesto a inhalar la mezcla de violencia y humor negro más exquisita del otro lado del Atlántico. El cineasta británico no será recordado como Scorsese ni como Leone, ni será cátedra para los epígonos fervorosos del autor de Reservoir Dogs (1992), pero siempre estará ahí para cuando los tardíos sepan que a estas alturas ya es demasiado estúpido seguir impresionado por Tarantino.

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