La inocente verdad de un filme sin excesos

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Foto: @Inocencia-la-película/ Facebook.

Injusticia. Rabia. Impotencia. Llanto. Orgullo.

Cinco palabras que difícilmente pudieran combinarse para explicar lo que se siente al salir del cine. Nadie imagina que tendrá adentro semejante cóctel emocional luego de casi dos horas a oscuras de frente a la pantalla.  No somos los mismos. No del todo.

La cinematografía cubana no está exenta de filmes que relaten, se rodeen, o al menos rocen tangencialmente eso que llamamos historia nacional. De ejemplos, más o menos buenos, podríamos estar hablando hasta aburrirnos, pero tal vez seguiría quedando un vacío intocable al final del debate.

Pudiéramos recordar populares largometrajes como La primera carga al machete, Lucía, Baraguá, Clandestinos, Caravana o José Martí: el ojo del canario, solo por mencionar algunas de las piezas que mejor han logrado apropiarse de sucesos y figuras puntualmente remarcables dentro de nuestra historia. En ellos, pese al valor implícito de toda recreación -ficticia o no- directamente relacionada con lo que somos como nación a día de hoy, no se atisba ese toque profundo al que nos referimos. Más allá de despertar algún que otro sentimiento, incluso hasta una lágrima, ninguno nos hace reflexionar realmente en torno a esa amorfa -y a la vez sólida- fibra genético-cultural que nos infla el pecho al recordar haber nacido en la Mayor de las Antillas.

Si es cierto que la producción fílmica realizada en este archipiélago no se ha olvidado nunca del pasado que aparece pobremente reflejado en libros de texto de diferentes niveles de enseñanza, también lo es el hecho de que a pesar de las buenas intenciones, solo fue hace poco que algunos consiguieron tocar el alma de un país.

La Habana. Diciembre de 2018. Festival del Nuevo Cine Latinoamericano. Inocencia. Primer contacto. Giro de ciento ochenta grados.

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Santa Clara. Cierre del febrero de 2019. A la salida, la multitud luce trastocada. Dan igual los jóvenes, los menos jóvenes, los adultos mayores y menores, o cualquier otra denominación eufemística que le venga a la mente. Cada quien está dividido entre la idea de saber lo que le ha pasado y la inquietud por el «puñetazo» que acaba de recibir.

Ha sido un rato memorable allá adentro, bien pegados a la butaca por una mezcla bizarra de emoción y sudor. No ha importado -tanto- que la ausencia de aire acondicionado haya forzado a abrir las entradas laterales del cine, y tampoco el consecuente ruido -y hasta el choteo- de los transeúntes. El calor casi insoportable transforma la experiencia en algo más terrenal.

Ciento cuarenta y ocho años han pasado, pero nadie olvida. Crimen, fusilamiento, asesinato… Usted llámelo como quiera, pero la historia de los ocho jóvenes estudiantes de Medicina no deja ajeno a nadie. Cansados de la consigna y la pésima propaganda política, muchos pensaron que verían otra película epidérmica, de esas que se quedan en la memoria hasta que toca enfrentarse de nuevo con el transporte público para regresar a la casa. Pero no fue así. El impacto de la cinta es tal, que te deja pensando todo el viaje de regreso a casa, en una guagua llena. Y así de nuevo al día siguiente… y al otro.

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El mérito fundamental de Alejandro Gil -y su equipo- radica en haber puesto a nuestra consideración un hecho archiconocido, y sin embargo no haber optado por ninguno de los extremos. Lo que podía ser un cartel del Primero de Mayo o un “dramón” facilista y con tendencia al llanto como recurso expresivo, nos dio en la cara con toda su verdad. Y lo hizo de la forma más simple.

De Inocencia no podemos destacar demasiadas cosas. No es un filme superlativo. A la vez, cuesta señalarle fallos que la conviertan en uno de esos bodrios deprimentes y olvidables, perfectos para un domingo a las dos de la tarde. Como producto, su forma no resulta en algo particularmente rompedor ni revolucionario. La clave está en el contenido, en la magia que se obra para sorprender a una audiencia que sabe -o al menos eso piensa al principio- cómo terminará todo.

Valdría la pena cuestionarse el porqué de semejante fenómeno. Muchos, obtusos sin duda, tomarían la ruta defensiva, esa que va de catalogar a los que así sienten como gente que viene a descubrir a estas alturas “el agua tibia”. No obstante, la lectura no va por ahí. Sería acaso más prudente preguntarse el motivo de que solo así hay quienes han podido reconectar con su patriotismo en estado de “animación suspendida”.

Bien nos vendría que nuestros cineastas recordaran más a menudo que no siempre contar las miserias y fatalidades de estos tiempos resulta el método más efectivo para mover a las personas hacia alguna dirección. No se trata de restarles crédito por ello, pues poner sobre la mesa lo que nadie más cuenta de la Cuba de ahora es trabajo destacable. Lo que pasa es que no siempre el secreto yace en el qué se dice, sino en el ángulo con el cual se busque incidir con ello en los corazones de la gente.

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