La poco conocida historia del primer cubano nominado al Premio Nobel

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Arístides Agramonte. Foto tomada de Wikipedia.

Los Premios Nobel surgieron oficialmente en 1895, como la última voluntad del inventor sueco Alfred Nobel, y solo ocho años después el jurado que integran, entre otros, la Real Academia Sueca de Ciencias, la Academia Sueca y el Instituto Karolinska, nominó a un cubano para semejante reconocimiento.

Pero antes de presentar al protagonista de esta historia, hay que ofrecer un poco de contexto.

Entre finales del siglo XIX e inicios del XX, la fiebre amarilla fue un azote para la salud de los cubanos. Sin embargo, la labor de Carlos Juan Finlay, quien teorizó sobre el origen, la propagación y las características de su agente transmisor, ayudó a erradicarla.

Luego de que este revelara su investigación, el ejército norteamericano, que por entonces ocupaba la Isla, creó una nueva comisión (la cuarta, para ser exactos) con el objetivo de analizar sus descubrimientos. El líder fue el mayor Walter Reed, quien colaboró con el bacteriólogo James Carroll, el entomólogo Jesse Lazear y el patólogo cubano Arístides Agramonte Simoni, que es la gran figura de este relato. Pero ya llegaremos ahí.

Junto a sus colegas norteños, Agramonte Simoni confirmó que, efectivamente, todas las ideas de Finlay eran completamente correctas, tras lo cual se puso en práctica un eficiente protocolo higiénico-sanitario que lograría erradicar después la enfermedad en la Isla.

Sin embargo, el señor Reed decidió “olvidar” el rol de Finlay y se presentó como el verdadero héroe de la gesta que acabó con las mortales andanzas del Aedes aegypti. Entonces empezó una controversia que se desentrañaría años más tarde, pero lo académicos del Nobel decidieron reconocer los “logros” de míster Walter y para la edición de 1903 lo colocó, junto a Carroll y Agramonte Simoni, como nominados al premio en la categoría de Fisiología y Medicina.

El tema fue que el 22 de noviembre de 1902, el apéndice de Reed reventó y le produjo una peritonitis que acabó con su vida a los 51 años. Una vez fallecido el militar, considerado falsamente como el principal artífice de la susodicha investigación, el jurado del Nobel también descartó a sus colegas, por considerarlos meros colaboradores y no coautores de los trabajos que certificaban el modelo de Finlay.

Sin embargo, Agramonte Simoni contó con la nominación como un premio en sí mismo y eso lo alentó a seguir trabajando junto a Carlos Juan para ayudarlo a reivindicar su nombre y su obra. Más adelante, en 1913, 1914 y 1915, ambos fueron tenidos en cuenta para el Nobel, pero nunca lo recibieron.

Ahora es justo que usted se pregunte ¿quién fue ese hombre, que no solo se convirtió en el primer nacido en la Isla en estar cerca del Nobel, sino también en un gran colaborador de uno de los personajes más importantes en la historia de la ciencia nacional?

Un científico rodeado de historia viva

Arístides nació el 3 de junio de 1868 en la ciudad de Camagüey y tuvo un legado familiar muy cercano al independentismo y a figuras históricas fundamentales.

En primer lugar, su madre, Matilde Simoni Argilagos, era hermana de Amalia, esposa de Ignacio Agramonte y Loynaz. Su padre, Eduardo Agramonte Piña, era primo del propio Ignacio y también participó en la Guerra de los Diez Años, conflicto durante el cual ostentó el rango de General de Brigada y fue miembro de la Cámara de Representantes de la República en Armas, Secretario del Interior y de Estado durante el mandato de Carlos Manuel de Céspedes. Cayó en el combate de San José del Chorrillo, el 8 de marzo 1872.

Por otro lado, sus parientes de las familias Agüero, Porro, Argilagos y Guinferrer, también se encuentran entre algunos de los que aportaron a la causa revolucionaria de la también llamada Guerra Grande.

Como consecuencia de su vínculo con insurrectos, Arístides y Matilde debieron marcharse de Cuba para huir de la represión española. Se asentaron primero en la mexicana Mérida y desde ahí se fueron hacia Nueva York, ciudad en donde el joven se graduó de médico en la prestigiosa Universidad de Columbia.

En la Gran Manzana, conspiró a favor de la independencia y también creció muchísimo como profesional en los campos de la bacteriología y patología. Según un artículo de la Revista Médica Electrónica, allí se desempeñó como médico interno y cirujano del Hospital Roosevelt; médico de visita del Departamento de Enfermedades de la Infancia del Hospital Bellevue y del West Side Dispensary; inspector médico por oposición del Departamento de Sanidad de la ciudad y bacteriólogo de esa misma institución.

Profeta en su tierra y más allá

Regresó a la patria en los años de la Guerra Necesaria, período en el cual se empleó como asistente de cirujano del ejército estadounidense hasta que renunció en 1902.

En 1900 revalidó su título y por ese entonces asumió como profesor de Bacteriología y Patología Experimental en la Facultad de Medicina de la Universidad de La Habana (UH), y también compaginó esta labor con su rol de encargado del laboratorio de Anatomía Patológica y Bacteriología del Hospital Clínico Quirúrgico Docente General Calixto García, en donde sentó cátedra.

Así habló de él José A. Martínez-Fortún, alumno que recibió sus enseñanzas en 1901:

“Tiene poca memoria para ser un buen conferencista, pero su método, orden, buen juicio y carácter justiciero lo hacen un excelente profesor. Hace estudiar a sus alumnos sin cargar la mente de palabrería bella e inútil”.

Además del magisterio, Agramonte Simoni publicó los textos Lecciones de Patología Experimental y Compendio de Bacteriología. Técnica Bacteriológica, así como más de 100 artículos científicos y monografías.

Junto con su nominación al Nobel, este profesor y médico fue condecorado en Cuba con la Gran Cruz Carlos J. Finlay, y en el extranjero fue declarado Doctor Honoris Causa de su alma mater neoyorquina en 1912 y también de la Universidad Mayor de San Marcos, Perú, en 1925, y de la Universidad de Tulane, Luisiana. Mientras, en Francia le fue otorgado en 1914 el Premio Brent que entrega su Academia de Ciencias.

También destacó por su trabajo como Vocal de la Comisión de Enfermedades Infecciosas dentro de la Jefatura Nacional de Sanidad, gracias a la cual se pudieron crear las bases para combatir las enfermedades transmisibles en el país. Además, fue fundador de la Sociedad Cubana de Medicina Tropical y Miembro de la Real Academia de Ciencias Médicas, Físicas y Naturales de La Habana, así como presidente de la Sociedad de Estudios Clínicos de la capital del país.

En julio de 1931 renunció a su puesto en la UH como acto de protesta por la convulsa situación política de la nación. Poco después se fue a Nueva Orleans, Estados Unidos, para trabajar como jefe de la Cátedra de Medicina Tropical de la Universidad de Luisiana. Allá murió el 17 de agosto de ese mismo año.

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