Me iré con ellas: (Frame 4) No hay nadie aquí

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Iglesia de Santa María del Rosario. Foto tomada de Online Tours.

Cien textos después y algunos borradores, a un año de vivir con el ritmo del cursor marcando el pestañeo de mis ojos entre el vacío de un documento Word, no sé todavía por qué escribo sin querer hacerlo. Por qué sacrifico dos vértebras cervicales y algunas costillas por mis obras completas de nada. Ahora puedo decir, aunque sin orgullo, que sé un par de cosas sobre escribir con dolor y sin encontrar alivio. Y que no hallo nada poéticos los círculos de sangre muerta que se me dibujan en el pecho después de sufrir algunas técnicas ancestrales de medicina natural china; círculos de sangre que luego desaparecen como las ciudades redondas de los libros griegos. Yo sé que el periodismo también es una ciudad que desaparece todos los días. Como las figuras en mi pecho.

Pero de todo esto no he sacado nada en claro y luego de pensarlo un poco entiendo que escribo porque nací a la sombra de un campanario en un pueblo al fondo del olvido, y no puedo luchar contra eso. Escribo porque me acostumbré a despertar los domingos con las campanadas de la iglesia sacudiéndome los huesos y en consecuencia aprendí a escribir entre temblores. Y porque iba al catecismo y luego a misa de las cinco esos domingos solo para arrepentirme de los juegos del sábado, para renegar de Yeny, quien fue sin ningún motivo y al mismo tiempo mi primer amor y mi primer olvido. Yeny, que tenía once años cuando yo no llegaba a los diez, y me mostró entonces el ardor cándido, el placer de amanuenses de los sexos sin sexo como si nada, con todo el pecado del mundo casi todas las tardes de sábado desde que supe que yo era varón y Yeny otra cosa más bella y menos dichosa. Y nos íbamos a su palacete al final de un barranco, entre los árboles del plátano, a orillas de un río que traía hasta nosotros todo el reproche de un pueblo nacido a la sombra de un campanario.

Nos desnudábamos con movimientos torpes, con abrazos pioneriles y besos sabor merienda y muchas veces no hacíamos otra cosa más que mirarnos: yo los pliegues de la vulva mínima de Yeny; ella la vaina que cubría mi glande y el fruto dentro del prepucio. En ocasiones nos dábamos a experimentos bizarros, pasiones bucólicas: le pedía a Yeny que se frotara el sexo con una rama de almácigo o pusiera tallos de romerillo entre sus nalgas; ella disfrutaba verme penetrar con alevosía el tronco de un árbol del plátano para pedirme luego frotara su vulva con mi pene cubierto de savia…

Nos quisimos así muchos sábados después, siempre antes de purificar mi alma en la misa de los domingos. Fui, durante mucho tiempo, un admirador de la fe religiosa y a la vez un libertino furtivo. Por nacer y vivir a la sombra de un campanario en un pueblo edificado en el fin de todas las cosas y de donde yo, como casi todos, me fui yendo en cuerpo, pero jamás en lo otro.

Será por todo eso que ahora escribo. Aunque realmente no quiera escribir de Yeny ni de vértebras rotas y de paso, de mí. Pero da igual. De todas formas tengo una ciudad redonda en el pecho. Una que desaparece todos los días.

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