Mientras otros duermen

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Foto tomada de El Confidencial.

Llevo tiempo excediendo la noche. Creo, además, que tengo el cuerpo seis horas adelantado —más o menos por ahí—, y que comienzo mi jornada al mismo tiempo de los obreros españoles. En serio: solo después de las 5:00 a.m. puedo dormir; a veces más tarde.

Mientras tanto, me asomo a las madrugadas desde una ventana al costado del edificio donde ahora vivo. Y luego de las 12 a.m. estoy así, del teclado a la ventana y viceversa, sin hacer nada; algunas veces liquido una cucaracha o le arranco las alas a bichos de la luz con la punta de un bolígrafo. Esos pequeños placeres que los noctámbulos disfrutamos además del silencio y la soledad de cuando la noche se apaga. Y hasta ahí. El resto también es rutina: del teclado a la ventana, y de vuelta.

Durante esas horas densas, entre el silencio de tantos otros, siempre hay gente dispuesta al entretenimiento. Por ejemplo… todas las noches desde la ventana del comedor entra la luz en flashes del televisor de la vecina, una mujer con un nieto gimnasta que le tiene miedo a la oscuridad y obliga a la abuela a dormirse con los documentales de National Geographic que pasan por Multivisión. Y así toda la noche, boca arriba, la señora, o volteándose de lado cuando uno de esos chiflados caza una anaconda o imita el sonido de los babuinos. Sobre las 3:00 a.m. la señora se levanta de la cama y apaga el televisor. Entonces el niño llora. Ella lo enciende otra vez y así, de tiempo en tiempo, su guerra de ataques relámpagos.

En la puerta de enfrente vive un hombre a quien solo conozco por el perfume, y por sus horarios de salida y regreso: nunca antes de las 2:00 a.m., y siempre alrededor de las 5:00 a.m. No sé a dónde va o con quién; lo más que le he oído decir es “papo [o papi] voy en camino”. Y se va, rapidísimo, dejando detrás el desvanecimiento de una esencia desconocida, pero que, en un recuerdo leve, asocio con el perfume que alguna vez usó mi madre. Entonces ya son las 4:30 a.m. y pienso en ella, que, a esa hora, a 30 kilómetros de mí, despega de la cama los 48 años de sus 206 huesos, y carga temprano con mi abandono y su tristeza…

Casi siempre a las 4:45 a.m. me siento miserable.

***

No por morboso, y sí por curioso, incluiré lo siguiente: más o menos un día sí y otro no, siempre alrededor de las 12:20 a.m., la pareja de treintañeros de la planta baja del edificio al costado de la ventana de mi cuarto comienza labores de calentamiento previas al coito. Empiezan con el juego: risitas, un “échate pa’llá”, más risitas de ella; un “no te hagas, que tú empezaste a tocarme primero”, y él continúa susurrando otras palabras que no escucho a dos metros por encima de ellos pero que, infiero, un día sí y otro no, tienen efecto. Lo sé porque 10 minutos después escucho a la mujer celebrar su orgasmo con sonidos guturales; haciendo borbotear (esa explosión continua de los labios unidos despegándose por el empuje del aliento) la boca y, algunas veces maúlla, brama, muge, aúlla; cosas raras por estilo y que casi siempre me inducen a pensar en esos cochecitos para bebés que en su parte delantera tienen botones con figuras de animales. Cuando los niños presionan, se escuchan aullidos, mugidos y eso. Así, entre el orgasmo de la mujer y mis asociaciones, siempre sobre las 12:35 a.m. termino recordando que mi hermana tuvo un cochecito de esos y recuerdo también cuando le enseñaba aquel juego: “a ver, ¿cómo hace la vaca?”, y ella que “múuuu”; “a ver, ¿cómo hace el gatico?”, y ella que “miauuuu”, y le atinaba con sus deditos gordos al animal correcto… Entonces no sé, ahora que mi hermana tiene 19 años y un novio, si, como la vecina, ha encontrado otro uso para mis enseñanzas. Y bueno, me da pena y otra vez me siento miserable por ser un tercero, testigo recurrente de la vida, del sexo de los otros.

Y vuelvo al teclado.

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