Nicolás Guillén y otros 3 poetas emblemáticos cubanos (quizás haya uno que no conozcas)

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Nicolás Guillén. Foto tomada de Regeneración.

En el presente, todos los cubanos aprenden que Nicolás Guillén (1902-1989) es quien ostenta la etiqueta de Poeta Nacional. Basta con reconocer la obra del camagüeyano, marcada por la esencia de lo mestizo y la transculturación existente en la Mayor de las Antillas, para entender esa honrosa designación.

Guillén creó lo que se conoce como “el color cubano”, término con el que denominó al resultado de la unión entre el blanco europeo y el negro africano. A partir de esos elementos, que siempre reconoció como santo y seña fundamentales de la cubanía, el bueno de Nicolás creó textos como Motivos de son (1930) Sóngoro cosongo; poemas mulatos (1931), West Indies, Ltd. (1934) y Cantos para soldados y sones para turistas (1937), todos muy ilustrativos de su particular visión de este archipiélago.

Canción

¡De qué callada manera
se me adentra usted sonriendo,
como si fuera la primavera!
(yo, muriendo.)

Y de qué modo sutil
me derramó en la camisa
todas las flores de abril.

¿Quién le dijo que yo era
risa siempre, nunca llanto,
como si fuera la primavera?
(No soy tanto.)

En cambio, ¡qué espiritual
que usted me brinde una rosa
de su rosal principal!

¡De qué callada manera
se me adentra usted sonriendo,
como si fuera la primavera!
(Yo, muriendo.)

No obstante, si hacemos una búsqueda mínima en el pasado, resulta que el bardo agramontino no fue el primer creador en ser reconocido como uno de los poetas insignes de la Isla. Antes de él, lógicamente, hubo varios.

José María Heredia. Foto tomada de Yucayo.

Uno de los más grandes escritores cubanos del siglo XIX fue José María Heredia (1803-1839), quien, además de ser el autor de una excelente obra, fue durante toda su vida un patriota intachable.

El oriundo de Santiago de Cuba, calificado por los expertos como el pionero de la poesía romántica en el continente americano y uno de los más excelsos representantes de ese arte en idioma español, fue en vida un hombre de convicciones sólidas. Durante la mayor parte de su existencia sufrió la lejanía de su tierra natal, de donde salió exiliado por la colonia española como consecuencia de sus posturas políticas.

De su pluma brotaron piezas inolvidables como la Oda al Niágara y el Himno del desterrado, dos cantos en los cuales podemos detectar, primero, un retrato melancólico sobre la sobrecogedora belleza natural de las cataratas norteamericanas y, por el otro lado, la perenne añoranza por el amado rincón de mundo que se vio privado de disfrutar por más tiempo.

Inmortalidad

Cuando en el éter fúlgido y sereno
Arden los astros por la noche umbría,
El pecho de feliz melancolía
Y confuso pavor siéntese lleno.

¡Ay! ¡así girarán cuando en el seno
Duerma yo inmóvil de la tumba fría!…
Entre el orgullo y la flaqueza mía
Con ansia inútil suspirando peno,

Pero ¿qué digo? -Irrevocable suerte
También los astros a morir destina,
Y verán por la edad su luz nublada.

Mas superior al tiempo y a la muerte
Mi alma, verá del mundo la ruina,
A la futura eternidad ligada.

Julián del Casal. Foto tomada de Cubanet.

Otro de los puestos en el altar lo ocupa Julián del Casal (1863-1893), poeta de corta e intensa trayectoria, asociado al movimiento modernista como uno de sus grandes exponentes en la lengua de Cervantes.

Este literato, nacido en la capital de todos los cubanos, comenzó sus andanzas poéticas en la revista El Ensayo en 1881. Aunque se desempeñó como trabajador del Ministerio de Hacienda y luego fue estudiante de la Universidad de La Habana, optó por abandonar ambos caminos para dedicarse en pleno a la escritura.

Amigo personal de su colega nicaragüense Rubén Darío, Casal trabajó para rotativos como La Habana Elegante y dejó inconcluso el volumen Bustos y rimas, pues tuvo la mala suerte de fallecer inesperadamente un 21 de diciembre como resultado de un aneurisma.

A un héroe

Como galeón de izadas banderolas
que arrastra de la mar por los eriales
su vientre hinchado de oro y de corales,
con rumbo hacia las playas españolas,

y, al arrojar el áncora en las olas
del puerto ansiado, ve plagas mortales
despoblar los vetustos arrabales
vacío el muelle y las orillas solas;

así al tornar de costas extranjeras,
cargado de magnánimas quimeras,
a enardecer tus compañeros bravos,

hallas sólo que luchan sin decoro
espíritus famélicos de oro
imperando entre míseros esclavos.

Agustín Acosta. Foto tomada de El copo y la rueca.

Por último, uno de los que ocupó el puesto honorífico justo antes de Guillén fue el matancero Agustín Acosta (1886-1979), figura activa en la política cubana durante muchos años y reputado autor de cuadernos como Las islas desoladas (1941), Caminos de hierro (1963), El apóstol y su isla: poemas cubanos (1965) y Trigo de luna (1978). Fue reconocido como Poeta Nacional de Cuba por el Congreso de la República en el año 1955.

Acosta, estandarte del renacimiento lírico cubano junto a Regino Eladio Boti y José Manuel Poveda, está considerado un impulsor de la poesía social en nuestro país, al que amó por encima de todas las cosas. Murió fuera de Cuba, específicamente en Miami, hacia donde se marchó en 1972 para vivir junto a su hija.

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Huerto cerrado

Cada vez que hago bien, oh corazón, me invade
una dulzura fresca, cuya virtud comprendo;
veo dulces sonrisas en bocas que no existen,
y manos invisibles que me están aplaudiendo.

¡Oh gozo, oh incomparable fruición, oh silencioso
júbilo! El corazón de penas se despoja,
y no viene el otoño con su ráfaga cruda
a esperar la caída de la última hoja.

Y sentir que unas manos me expresan gratitud,
y ver que en los risueños ojos menesterosos
hay yo no sé qué alma arrojándome pétalos
sobre tantos caminos obscuros y sinuosos.

Y saber, oh saber que no soy maldecido,
que mi nombre, por bocas ajenas pronunciado,
deja buenos recuerdos en las almas que un día
recibieron un lirio de mi huerto cerrado!

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