Qué (no) es Alan Moore

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El aclamado escritor inglés de cómics Alan Moore, fotografiado en el Festival Internacional del Libro de Edimburgo en 2010. Foto: Colin McPherson/ Getty Images.

Primero que todo, debe quedar claro que Alan Moore no es un guionista…

Sino un demiurgo caprichoso, como todo buen demiurgo. Su obra carece de certezas históricas, de precisiones y exactitudes. A veces pareciera que la realidad le molesta, que detesta que las cosas hayan sido tal y como fueron, o al menos tan lineales y previsibles como dicen los libros y los datos, que la modernidad sea hija de utopías y huérfana de fantasías. Alan Moore es Dios, es el Dios de las posibilidades, el genio del “y si…”.

Tampoco podríamos decir que crea historias…

Porque su función es la de hilvanar universos que ya existían, fraccionados en los estantes de cualquier biblioteca decorosa. Moore solo ató los cabos sueltos y creó realidades que, como todo en él, resultan “alternativas”. Cuando tomó a aquellos olvidados personajes de DC Cómics y los volvió populares hizo más que enmendar narrativas arcaicas, pues se mofó abiertamente del concepto de tiras cómicas, del estereotipo infantil de las historietas y del imperio elitista de la novela convencional.

Por supuesto, nada de esto significa que Moore sea, en su mundo, la diferencia…

Ese epíteto le viene mal. Mejor es llamarlo “único” con el mismo desespero con que se habla del último ejemplar estéril de una especie que sabemos pronto perdida. Aun así, Moore no quiere ser la luz en la oscuridad de su medio. Prefiere verse como la oscuridad en la luz, un punto ciego, terreno de nadie, un lugar inalcanzable hasta para la todopoderosa dictadura del cliché.

Aunque se catalogue como tal, Moore no es un nigromante…

Su naturaleza es un tanto menos oscura de lo que él piensa. Digamos que es la de un alquimista que ha encontrado, al fin, la piedra filosofal. Cuanto cae en sus manos se deshace y luego se transforma en algo nuevo, genuino, sencillamente perfecto.

También se dice anarquista, y vuelve a engañarnos…

Si seguimos las pistas que deja su obra –tal y como Scotland Yard seguía las del misterioso Jack el Destripador- podemos encontrar que la recubre una militancia comprometida, un partidismo, una arbitrariedad movida por la fe ciega en la duda. No es devoto del caos, eso es puro excentricismo, sino un inquisidor del orden, un cuestionador, un inconforme empedernido.

Le advertimos, por su propia seguridad, que la obra de Alan Moore no es fácil de leer…

Pues cada una de sus historias es un reto, en primera instancia, a la memoria. Y cuando esta no baste –que es lo más común entre quienes carecemos del don de la erudición- recomendamos tener a mano una enciclopedia, una biblioteca, acceso a Internet, o mejor, todas juntas. Entre líneas resurgirán Orwell, Dickens, Borges, García Márquez, Carroll, Verne, Chesterton, Wells, Poe… literatura de medio mundo condensada en una frase, una idea o un concepto. Y, finalmente, debemos aceptar que Moore no es de estos tiempos…

Tampoco de los venideros. Él pertenece a un pasado lejano, de cuando las barbas enormes y desarregladas como la suya eran moda entre los druidas y los viejos brujos que empapaban de magia sus historias lanzadas al aire con la seguridad de que no se perderían con los siglos, como si supieran que la posibilidad de soñar perdura más que cualquier libro.

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