Matrioshkas

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Fotograma de Russian Doll. Imagen: Netflix.

Cada vez me apunto más a series que funcionan a partir de premisas, que dicen sus reglas en voz alta y te invitan a “pactar”, a formar parte de un juego que se puede poner muy serio según avanza la trama. Estoy pensando en The Leftovers: el dos por ciento de la población desaparece drásticamente y sin ningún tipo de explicación, los supervivientes tratan de buscar una explicación para entender qué ha ocurrido, mientras sus vidas continúan. Pienso en The Handmaid’s tale (ya sabemos), y pienso, sobre todo, en Russian Doll, la comedia negra de Netflix que es hasta ahora una de las series del año. Lo que pasa en todo caso, es que estas premisas no son caprichos, sino que están ancladas a otro tipo de búsquedas, que superan las implicaciones de lo que se muestra en la superficie.

Como se suele decir, una serie mala es una serie que se puede contar por teléfono. Aunque sea una larga conversación telefónica. Hablar de algo que es bueno es siempre un problema. Por eso es tan divertido imaginar las conversaciones que pudo haber tenido David Simon para encontrar financiamiento para The Wire: “esta será una serie sobre unos tipos que venden droga, en las esquinas de Baltimore, y hay policías, que tratan de atraparlos…”o a Allan Ball, intentando resumir Six Feet Under: «esto va de una familia que es dueña de una funeraria y…bueno, ocurren cosas». Con Russian Doll pasa un poco así, pero dejando el namedropping a un lado, contémosla por teléfono, brevemente, como si se nos estuviera acabando el saldo: Nadia cumple treinta y seis años y una amiga le organiza una fiesta. Todo parece indicar que la vida de Nadia es un desastre: fuma, toma, se droga, tiene sexo con desconocidos y, para colmo, ha perdido a su gato. Justo cuando parece que lo ha encontrado, la arrolla un carro y muere. Entonces se despierta en el comienzo de la fiesta y se vuelve a morir al poco rato. Se vuelve a despertar en el mismo lugar y se vuelve a morir, de distintas maneras, en una especie de bucle temporal que parece no tener fin.

En el centro de Russian Doll no está, creo yo, el descubrir cómo se escapa de ese bucle, o explicar por qué la protagonista ha caído en semejante situación. La serie parece funcionar como aquellas muñecas rusas llamadas matrioskas, metidas unas dentro de otras, como distintas capas de una sola cosa. Sin perder un ápice de agilidad, Russian Doll va desplegando cada una de estas capas y nos hace cuestionarnos si no hemos estado todos, en algún momento, en una especie de bucle temporal del que no podemos salir ¿A veces no se reduce todo a una acumulación de dejavús incómodos, a un estado de confusión permanente?

Otra pregunta se impone, más en el plano del desarrollo narrativo: ¿cómo se hace avanzar una serie a partir de este tipo de repeticiones sin que se vuelva algo monótono? Varios factores se conjugan para que esto ocurra. Si había algo que saltaba a la vista en Orange is the new black, era que Natasha Lyonne necesitaba una serie para ella sola. Se veía venir. Y aquí está, con un personaje finalmente a su altura. De manera conjunta con Amy Poehler, Lyonne escribió, además, cada uno de los capítulos, y ambas diseñaron a un personaje como Nadia, que sin dejar de ser molesta y exasperante, poco a poco va calando en el espectador. Russian Doll se puede ver de un tirón, pero no solo porque sean apenas ocho capítulos de veinticinco minutos, sino porque su propia estructura cerrada, el tour de force propuesto por sus creadoras, te obliga a querer ir más allá. ¿Y ahora qué?, es la pregunta que siempre surge mientras avanza. Y como respuesta casi siempre hay algo consistente, como cuando sobre el capítulo cuatro aparece otro personaje que sufre lo mismo que Nadia. O sea, se muere todo el tiempo.

Divertida, inteligente y mordaz, Russian Doll es una serie con personalidad, que es más de lo que se puede decir del ochenta por ciento de los productos que ha sacado Netflix este año. Vale la pena lo suficiente como para no dejar que nadie cometa el error de contártela.

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Daniel Fonseca

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