Sígueme para más consejos: «El año del pensamiento mágico»: prólogos y epílogos de la muerte

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Foto tomada de La chica que lee.

¿Cómo venderte El año del pensamiento mágico sin que te parezca un libro cursi, sensiblero? ¿Cómo venderte un libro que diga «pensamiento mágico» en el título y no pienses en García Márquez, ni en Carpentier… ni en todos sus epígonos baratos? Vayamos por partes:

Primero: En El año del pensamiento mágico no hay magia. Ya puedes respirar. Puede que sí haya. Eso depende de lo que entiendas por magia. En fin. Seguimos.

Segundo: Va sobre la muerte, aunque todos los libros lidian, de alguna forma, con esa manera de la existencia: fallece el esposo de Joan Didion, el también escritor John Gregory Dunne, mientras su hija en común está en coma, en un hospital en Nueva York. Didion, entonces, recurre a la previa de la muerte y a la sobrevida: los presentimientos, los espacios comunes de personas atribuladas, los recuerdos que conducen a todos los fallecimientos posibles, las pistas de una muerte que ¿no ocurrió?… En resumen: la tristeza como pretexto.

Joan Didion (California, 1934), periodista y escritora. Joan Didion escribió para Vogue, Esquire, The New York Times, Life. Joan Didion trabajó en algunos guiones cinematográficos. Joan Didion escribió, incluso, Miami, un libro que habla sobre cubanos. Joan Didion conoció a Dunne en 1964 mientras él escribía para la revista Time. Vivieron juntos hasta casi el último día de 2003. Al año siguiente comenzaría, para Didion, el año del pensamiento mágico.

Tercero: El libro que te traemos hoy fue galardonado en 2005 con el National Book Award, uno de los más prestigiosos premios literarios de EEUU, en la categoría de no ficción. Está considerado por varios especialistas como uno de los mejores textos publicados en el siglo XXI. Vamos con el trailer:

Cuando le vi en el box de la sala de urgencias en el Hospital de Nueva York, tenía una mella en uno de los dientes de delante, supongo que a consecuencia de la caída, pues también tenía cardenales en la cara. Al día siguiente, cuando identifiqué su cuerpo en el Frank E. Campbell, los cardenales no se le notaban. Me figuro que a eso se refería el empleado de la funeraria cuando le dije que no le embalsamaran, y él respondió: «En ese caso, sólo lo adecentaremos». La parte de la funeraria me queda lejana. Había llegado a Frank E. Campbell tan decidida a evitar cualquier respuesta inapropiada (lágrimas, ira, risa histérica en medio del silencio reverencial) que había bloqueado cualquier respuesta. Cuando murió mi madre, el empleado de la funeraria que recogió su cuerpo de la cama dejó en su lugar una rosa artificial. Mi hermano me lo había contado profundamente ofendido. Estaba preparada contra las rosas artificiales.

***

Antes de salir del hospital, me habían pedido autorización para realizarle la autopsia. Había dicho que sí. Más tarde leí que los hospitales consideran algo muy delicado y sensible pedir a un familiar la autorización para la autopsia, el más difícil de los trámites rutinarios que acompañan a una muerte. Los propios médicos, según diversos estudios (por ejemplo, Katz, L., y Gardner, R., «The Intem’s Dilemma: The Request for Autopsy Consent» en Psychiatry in Medicine 3 [1972], 197-203) experimentan considerable ansiedad al pedir esta autorización. Saben que la autopsia es esencial para el aprendizaje y la enseñanza de la medicina, pero también saben que el procedimiento desencadena un temor primitivo.

***

me di cuenta de que el Christopher con el que Lynn hablaba era Christopher Lehmann-Haupt, director de necrológicas del New York Times. Recuerdo una sensación de sobresalto. Quería decir «todavía no», pero la boca se me había quedado seca. Podía afrontar la autopsia, pero no había pensado en la idea de «necrológica». «Necrológica», a diferencia de «autopsia», que era algo entre John y yo y el hospital, significaba que había ocurrido. Sin la más mínima sensación de falta de lógica, me descubrí preguntándome si hubiera sucedido igual en Los Ángeles. (¿Quedaba tiempo para volver? ¿Podíamos tener otro final con el horario del Pacífico?).

***

Al ver la fotografía, me di cuenta de por qué las necrológicas me habían alterado tanto.

Había permitido que otra gente pensara que estaba muerto.

Había dejado que lo enterrasen vivo.

***

Veamos que pronto entró en juego el tema de la autocompasión.

En la primavera siguiente a la desaparición de John, una mañana cogí el New York Times y pasé directamente de la primera página al crucigrama, una forma de empezar el día que, durante aquellos meses, se había convertido en una costumbre, la manera en que había acabado por leer o, mejor dicho, por no leer el periódico. Nunca en mi vida había tenido paciencia para hacer crucigramas, pero ahora me parecía que aquella práctica estimularía la vuelta a alguna actividad constructiva desde el punto de vista cognitivo. Aquella mañana, la primera definición que me llamó la atención fue la del 6 vertical: «A veces te sientes…». Inmediatamente vi la respuesta evidente, una bien larga que llenaría muchos espacios y me demostraría mi competencia aquel día: «Huérfana de madre».

Los niños sin madre lo pasan muy mal.

Los niños sin madre lo pasan fatal.

No.

El 6 vertical tenía sólo cuatro letras.

Dejé el crucigrama (la impaciencia persistía) y al día siguiente miré la respuesta. La respuesta correcta del 6 vertical era «loca».

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