Sígueme para más consejos: Las penúltimas revoluciones de Alejo Carpentier

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Portada de una de las ediciones de La consagración de la primavera. Foto tomada de inCUBAdora.

Sí, sí, sí, estamos de acuerdo con todo eso que estás pensando: nunca ha sido sencillo avanzar a través de un libro de Alejo Carpentier (1904-1980), pero asumir ciertas cuestiones como retos, concede, a esas propias cuestiones, una sensación memorable. Por otro lado, pensándolo bien… ¿qué otras cosas tan importantes tienes que hacer en esta cuarentena que te impidan darle una oportunidad a La consagración de la primavera?

Publicada en 1978, es, probablemente, la obra más ambiciosa del autor, pese a que recurre, como en otras anteriores, al evidente mestizaje presente en toda su novelística. En esta ocasión, los mestizajes aparecerán sobre las consecuencias de las Revoluciones: en la trama, todo individuo en La consagración de la primavera (el título se deriva de un ballet y una obra de concierto escrita por el célebre ruso Igor Stravinski) es la consecuencia de una situación política inestable o se relaciona con otro personaje/situación a partir de cómo/dónde los posicionó una situación inicial. Ahora entenderás lo que queremos decirte: Enrique sale de Cuba luego del convulso contexto que provoca la dictadura de Machado y las constantes revueltas que se suceden en La Habana (es excelente el pasaje en que está a punto de asesinar al mandatario en una fiesta), se dirige hacia México y, posteriormente irá a Francia (más tarde participará en la guerra Civil Española), donde conocerá a Vera, joven rusa que, debido al ambiente social de su país a inicios de siglo, debe emigrar con sus padres a Inglaterra, mientras esperan que alguien acabe con la administración de los bolcheviques. En París se conocen ambos. Dejémoslo ahí.

Será la penúltima novela de revoluciones en la carrera literaria de Carpentier. La última, El arpa y la sombra, iba también hacia otras consecuencias revolucionarias: el descubrimiento de América.

Vamos, como siempre, con el trailer:

“¿Es usted español?” —“Cubano”. —“Es decir: español, en cierto modo”. —“En cierto modo, sí. Pero, más que nada, porque estoy de este lado de la barrera”. —“¡Ah!” —“¿Y usted?” —“Rusa”. —“¿Camarada, entonces?”. No me atrevo a decirle que nada me irrita tanto como verme tratada de “camarada”. Sin embargo, por cobardía: “Bueno… Camarada… si se quiere”. —“Se es o no se es”. Opto por una explicación ambigua: “Es que el tratamiento de camarada se ha vuelto una moda, una novelería, entre ciertos intelectuales que mucho he frecuentado últimamente… Aquí la palabra camarada tiene otro peso, otra dimensión… No es la misma que se oye en el Café des Deux-Magots… Ahí se es camarada como podría serse abstraccionista o atonalista. La palabra gusta por nueva —nueva en ciertos círculos, al menos. Parece que la hubiesen inventado ayer”… —“Le advierto que podría usted hallarla en Los sueños de un Quevedo que no estaba afiliado, que yo sepa, a la Tercera Internacional”

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Cúrate de la manía de buscar un asunto —una historieta, una anécdota, un testimonio— en la pintura. Conténtate con lo que se vea, y con la quieta satisfacción que te procura el goce de una armonía de líneas, de un equilibrio de colores, de una serena —o atormentada— combinación de texturas, de intensidades, de valores, de tensiones. Mira un cuadro como se escucha una sonata clásica —sin buscarle cinco pies a la sonata ni preguntar por los amores o jodederas del músico. Nada hay menos erótico que la Appassionata de Beethoven. Ahí, la palabra Appassionata no viene sino a ser un índice de tensión. Al hablar de ‘pasión’, Beethoven quiso decir ‘vehemencia’ —vehemencia dentro de un discurso tan rigurosamente llevado como una demostración matemática. Lo importante, para Beethoven, era situarse en un clima sonoro. Nada más.

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Me mostraba aburrido en las recepciones, taciturno en las comidas de etiqueta, hosco con los grandes muftíes del Negocio, distraído ante los shamanes de la Bolsa, olvidado de aniversarios, santos y cumplidos, alardeando de estar cansado cuando aquí se bailaba —cultivando una suerte de hamletismo que me libraba de compromisos mundanos y obligaciones hueras. —“Es un artista”— decían los del azúcar y la ferretería, observando lo que llamaban “mis rarezas”. —“¡Ni que Dios lo quiera!” —exclamaba mi tía, santiguándose: “Todos los artistas mueren en el Hospital”.

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Esas montañas que contemplaba yo eran Objetos: objetos que, en escala gigantesca, equivalían a los ready-made de Marcel Duchamp. Montañas-ready-made que, al quedar fijadas en el estilo final de un arrugamiento planetario, habían quedado allí, asidas de las manos, juntas pero no revueltas, hombro con hombro aunque separadas por la divisoria de quebradas medianeras, como monumentos cuyo secreto destino sólo conocían ellas mismas. Montañas-ready-made, montañas talladas por cinceles caídos del cielo; montañas de aristas geométricas, teoremas color de musgo, valores euclidianos traducidos a un idioma de rocas; el Lo-que-queríamos-demostrar hecho piedra y puesto entre nosotros.

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La época era mecánica y dura, y el arte que de ella naciera había de responder a sus requerimientos, del mismo modo que las eras cristianas, en el pasado, nos habían dotado de mil Natividades, Huidas al Egipto, Crucifixiones, Danzas Macabras y Juicios Finales. Los siglos blandos, daban un Greuze, un Watteau; los años tormentosos producían un Goya.

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“Oye: en mayo del 33, los nazis quemaron los libros de Freud en una de las tantas hogueras de la cultura que encendieron en Berlín. Y creo que hicieron bien, puesto que ya no se necesitaban libros de Freud, allí donde Hitler le había robado toda la clientela posible con un método mucho más sencillo y más económico que el psicoanálisis… Adolfo ocupaba, manu militan, el consultorio de Segismundo. Y para sacar energías de los inhibidos, de los frustrados, de los débiles; para librar de sus fantasmas y complejos a los “ninguneados” y humillados, a los amargados, los insatisfechos, los cornudos, los fetichistas, los sado-masoquistas, los maricones inconfesos, los obsesionados, los lumpen indecisos, los hambrientos de autoridad, los déspotas con las medias rotas, los Ávidos de Insignias y Mando, los aprendices-asesinos del Padre, no hay como el regalo de un par de botas, un cinturón de fuerte hebilla y un brazal rojo y negro…»

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Cuando el Comuna de París ocupó Filosofía y Letras, y se hicieron parapetos con libros: de Kant, Goethe, Cervantes, Bergson… y hasta Spengler. Pero mejor cuando eran autores de muchos tomos, porque a Pascal, a San Juan de la Cruz, a Epicteto, los hubiesen traspasado con una sola bala de fuerte calibre. Lo que allí servía eran los setenta y cuatro tomos de Voltaire, los setenta de Victor Hugo, las obras completas de Shakespeare, la Biblioteca de Autores Españoles de Rivadeneyra, empastados y en papel de mucho cuerpo…—“Ahí supe, de bruces entre bibliotecas transformadas en parapetos, que las letras y la filosofía podían tener una utilidad ajena a la de su propio contenido… Ahí, metiendo el cañón de mi fusil entre tomos de Galdós.

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“¿Y el alma?” —dije. —“¡Ay, qué ganas de armar líos!…” —“Pero, en fin, el alma…” —“Que por mí conteste Spinoza” —dijo Jean-Claude:“El alma no tiene imaginación y sólo puede acordarse de cosas pasadas en tanto le dura el cuerpo que la aloja.” —“¿Y después de la muerte?” —“Lo que subsiste de seguro es un espíritu, o, si quieres, una idea —en el sentido platónico del término”. —“Eso es aceptar el concepto alma”. —“Alma es palabra que poco uso. Pero, si hago una excepción, es para decirte que si tú ves el alma como algo personal, prolongación de ti misma, yo vería el alma más bien como algo transferible y que puede ser compartido por muchos. Llamemos al alma, espíritu. En ese caso, existe un espíritu imperial que pasa de Alejandro a Tamerlán y de Carlos V a Napoleón, como existe un espíritu musical, que va de Mozart a Beethoven y a Debussy”. —“O un espíritu de putería” —dijo el cubano, riendo—“que va de Mesalina a Clara Bow, pasando por la Reina Castiza de Valle-Inclán y la gran Catalina de Rusia”. —“Catalina de Rusia tenía otros méritos que usted parece ignorar” —dije, agria y casi ofendida. —“…como existe un espíritu revolucionario tremendamente proliferante desde la Toma de la Bastilla, que pasa de Robespierre y Saint Just a Lenin, después de descansos o moradas —como diría un clásico español— en los cráneos de Fourier, Saint-Simon, Proudhon, Karl Marx, Louise Michel o Rosa Luxemburg.

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