Malick: mapa de una isla

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Malick y Christian Bale en el rodaje del filme Knight of Cups. Foto tomada de And so it begins films.

Escribo con miedo sobre Terrence Malick, porque para conocer su cine no basta con ver sus películas. No se trata del árbol, todavía menos de las ramas. Entiéndase que el arte de Malick es como el rizoma: horizontal y subterráneo; silencioso, casi…

Las películas de este cineasta estadounidense son inconfundibles. Ni siquiera The Thin Red Line (1998), drama bélico, entra en los moldes del subgénero. Pero el Malick de hoy no viene de esa línea roja que le impusieron en Hollywood cuando regresó a Estados Unidos 20 años después de alejarse del cine y vivir en Francia. El verdadero Malick es la reivindicación del creador de Days of Heaven (1978), el defensor de un estilo paisajístico, panorámico y repleto de imágenes poéticas, a donde lo condujo el fotógrafo cubano-español Néstor Almendros. Malick ganó en Cannes, Almendros el Óscar por la mejor fotografía. Y Days… marcó el punto de partida y retorno del cine experimental de Malick.

Los paseos en la cinematografía Rohmer: esa cámara que vaga entre los actores y el paisaje, paso a paso; el movimiento repentino, ondulatorio en circunstancias, siempre rápido en Truffaut, y luego esos primeros planos intensos que se agotan solo cuando el cuerpo del actor cede o se aleja… De todo eso hay en Malick, porque todo eso lo filmó Néstor Almendros con los iconos de la nouvelle vague una década antes de trabajar con el cineasta estadounidense.

Después de Days of Heaven comienza lo que podríamos llamar una segunda etapa en el cine de Malick, ya con una estética definida, muy particular, que inicia con The New World (2005), reinterpretación de la historia de Pocahontas, en la cual el lirismo bucólico, los paisajes casi oníricos, aportan una visualidad inédita en películas similares. En lo adelante: The Tree of Life (2011), To the Wonder (2012), Knight of Cups (2015) y Song to Song (2017) componen una especie de tetralogía, retratos de la condición humana. Drama familiar el primero; la narración de un romance el segundo; el tercero aborda la vida de un hombre exitoso, hedonista, pero vacío, que busca constantemente el sentido de la existencia en las mujeres que desfilan ante él. Y la última revela un trío amoroso, y la vida insustancial de los nuevos ricos en la industria de la música, de soslayo.

En todas las películas encontramos ese recurso típico de Malick: la voz en off de un narrador anónimo en ocasiones; en otras, es la voz del actor en un monólogo interior sumamente íntimo. El espectador asiste como terapeuta de los personajes, que se desahogan tan a lo Portnoy. Todo esto, repasado cámara en mano que persigue a los actores en constante movimiento; planos intercalados, la cámara apenas deslizándose por la historia: puede comenzar en el hombro y terminar en una piscina… Y siempre el reposo, perceptible en el silencio, un efecto que congela las líneas de diálogos escuetos, casi estériles. En Malick el argumento es la imagen, por eso en sus guiones las palabras indican escenas. Los diálogos de los actores están más cerca de la improvisación, como apoyo a los desplazamientos del cuerpo, la libertad de frases y gestos…

En la tetralogía antes mencionada hay un factor común: el director de fotografía Emmanuel Lubezki. Si bien la estética de Malick es exclusiva, su visión cinematográfica debe mucho a la influencia de Almendros. En Lubezki, Malick encontró un artífice similar, con poética propia y afín a sus conceptos artísticos; es decir, el complemento perfecto. Sucede que Lubezki aportó la actualización necesaria: planos novedosos, un trabajo con la luz y el color, digamos, casi tropical, de formas sinuosas, como maquillar el amanecer, darle cuerpo a la tarde… Desde el estreno de la dupla en The New World ambos han hecho carrera juntos. Solo faltó el mexicano en la última entrega de Malick, A Hidden Life (2019). Esperemos no se repita.

No vale la pena teorizar más sobre el cine de Terrence Malick como mismo no es necesario teorizar la belleza. Sus películas son una visión de todos los tiempos y lugares, de la naturaleza humana, su esplendor y miseria. Su cine va —solo para orientarnos— de la vida. Y de escenas que parecen días y días que duran una danza… Le da igual la taquilla, las críticas; su arte es autótrofo, flota como las algas, hasta playas exclusivas del intelecto, y alcanzan su público ideal.

Terrence Malick, texano; un hombre subterráneo. Silencioso, casi.

Una isla.

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