Terry Gilliam perdido en La Mancha

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Adam Driver y Jonathan Pryce en The man who killed Don Quixote. Foto tomada de Rolling Stone.

Perdónenlo. Porque esta vez no supo lo que hizo…

Después de 25 años, Terry Gilliam debió conformarse con Lost in La Mancha (2002), un documental con dolor de making of sobre esa película tantas veces aplazada: The Man Who Killed Don Quixote. La estrenó el cineasta en 2018, al fin, poco más de un cuarto de siglo después y sin Johnny Deep como un Sancho oblicuo.

Sucede que el Gilliam de hoy no es el mismo de hace 25 años. No después de The Imaginarium of Doctor Parnassus (2009), solo por mencionar una de esas películas suyas en las que el espectador debe adentrarse con un mapa de esa imaginación desbordada del cineasta, que es un territorio, una ciudad no concretada donde no importa el tiempo ni hay un espacio de lo real definible. Para Gilliam, solo lo fantástico emula con el mito, incluso lo representa. Lo fantástico en la mente: la meditación, la estadía lisérgica o el sueño —cómo olvidar esa delicia de 20 minutos, The Wholly Family (2011).

Pero adaptar El Quijote no es lo mismo. Primero, porque la imaginación que lo concibió es superior a todo intento de emularle; segundo, no se puede repetir la fórmula empleada en la novela porque se trata de un libro universal y, en consecuencia, especialmente entendido solo para la lectura. Por lo tanto, una adaptación para el cine debe, casi por obligación, buscar zonas adyacentes al ecosistema onírico recreado por Cervantes. Esto es: una adaptación de El Quijote debe tener una estética quijotesca. Fue lo que hizo Gilliam. Aunque, recordemos, no es el único: Orson Welles sufrió la misma obsesión por Alonso Quijano y, como su compatriota, emprendió un proyecto jamás concluido y que también estuvo a punto de terminar en un making of de escenas bucólicas de la geografía española.

Fue peor el destino de la cinta luego de la muerte de Welles. Se arruinaron las horas de filmación tras el montaje errático realizado por un director sin talento que escondió su ineptitud para entender la visión del genio estadounidense al nombrar la cinta El Qujiote de Orson Welles.

De la maldición cervantina solo ha escapado la muy correcta Don Quichote del soviético Grigori Kozintsev, film que se alzó con la Palma de Oro en Cannes, 1957. Es la apuesta más conservadora sobre el clásico hispánico. Esto, si tenemos en cuenta que, en su versión, Welles pretendía sustituir los molinos por excavadoras, y concluir la cinta con la detonación de una bomba atómica…

Terry Gilliam no fue tan lejos. Apostó por una narrativa plegable: una historia dentro de otra historia que nos lleva a un resumen de El Quijote: Toby (Adam Driver) es un director de cine que vuelve a España para rodar un anuncio y comienza a sufrir delirios asociados a su ópera prima, una película sobre El Quijote que rodó de joven en aquel mismo lugar. Surge un reencuentro con el anciano que protagonizó al “caballero de la triste figura” (interpretado por Jonathan Pryce) quien, en su demencia, se cree el verdadero Don Quijote. Desde entonces, Toby adopta el papel de Sancho y emprende un viaje disparatado e irreal.

El guion se cae a pedazos. No por lo fantasioso ni por lo carnavalesco de la apuesta. El problema está en que Gilliam no supo mantener el ritmo del relato, que comienza bien y a poco degenera en una trama caótica y fragmentada. Apela a situaciones risibles y luego complementa con circunstancias rayano con lo grotesco (aparecen la mafia rusa y una sexómana adúltera, un gitano con el don de la ubicuidad). Esta obra se parece a esos sketches de sus años en Monty Python, por su excesiva factura lúdica. Al ver The Man Who Killed… uno tiene esa sensación de que cada toma puede ser, fuera de contexto —tan a lo Gilliam del cut-out—, carne de meme.

La soberbia, humanísima actuación de Jonathan Pryce, y algunas escenas de un lirismo, digamos, medieval, salvan al film de la ligereza del gag.

(Adam Driver lo intenta a golpe de talento, pero no llega a ser Sancho. Se nota la diferencia, porque los conocedores saben que Driver es más Paterson. El reparto, para el olvido, sobre todo si el olvido comienza en la cara de Olga Kurylenko, sus poses de clown.)

The Man Who Killed Don Quixote es la incubación españolizada de un sueño de Terry Gilliam, o su propio síndrome quijotesco. Más allá de sus aciertos, que los tiene, esta película es la desmesura —aunque original y con marca de autor—, un ejercicio que transgrede lo fantasioso y excogita en la excentricidad. Y en esto, sobra decirlo, cumple con la extravagancia única de El Quijote.

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