“The Strain”: ciencia, vampirismo y el encanto de lo cutre

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Durante buena parte de este siglo, las tramas sobre vampiros dieron asco, y no precisamente por las razones que cualquiera pensaría. La manía de algunos contadores de historias por llevar el mito del ‘chupasangre’ por el rumbo de los amores ridículos, muy posiblemente haya logrado que el mismísimo conde Drácula se sacudiera en su tumba transilvana y se avergonzara de sus descendientes contemporáneos.

No obstante, superado el penoso tramo que nos hicieron recorrer producciones como The Twilight Saga o The Vampire Diaries, estos célebres parientes de la familia de los “no muertos” dejaron de dar risa (o vergüenza ajena) y volvieron a ser esas bestias sedientas de glóbulos rojos que aterrorizaron a tantas generaciones de mortales.

En 2014, Guillermo del Toro decidió alimentar la ‘sed de sangre’ que le quedó luego de dirigir Blade II (2002) y lanzó una propuesta que proponía un giro interesante en torno a las narraciones vampíricas. Ese año, el creador mexicano adaptó a la televisión su Trilogía de la Oscuridad, coescrita junto al estadounidense Chuck Hogan.

La serie —The Strain— estuvo al aire durante cuatro temporadas en la cadena FX (hasta 2017) y logró ganarse una importante base de fans, gracias a un argumento que presentaba al vampirismo como una suerte de epidemia, contra la cual luchaba un grupo de personajes que difícilmente hubieran coincidido en otras circunstancias.

El epidemiólogo Ephraim Goodweather, interpretado por Corey Stoll, su colega Nora Martínez (Mia Maestro), Abraham Setrakian (David Bradley), cazador judío y sobreviviente al holocausto, Vasilly Fet (Kevin Durand), emigrante ucraniano encargado del control de plagas, la hacker Dutch Velders (Ruta Gedmintas), Agustín ‘Gus’ Elizalde (Miguel Gómez), pandillero y ex convicto, y el “medio vampiro” Mr. Quinlan (Rupert Penry-Jones), entre otros, debían enfrentarse a la llegada de un centenario monstruo ‘plasmófilo’ que pretendía ‘oscurecer’ al mundo con la ayuda de su secuaz, Thomas Eichorst (Richard Sammel) y también del desesperado multimillonario Eldritch Palmer (Jonathan Hyde).

El tono de la serie era muy cercano al llamado cine de serie B, ese al cual pertenecen cintas de culto como Night of the Living Dead (1968), The Evil Dead (1981) y Nightbreed (1990), entre otras. Allí, la violencia, la sangre y las escenas algo incómodas de ver para el público promedio eran elementos fijos, tal vez un poco menos que en sus predecesoras, pero sí lo suficiente como para dejar claras las intenciones de Del Toro y Hogan.

Si algo llamaba la atención era que, a diferencia de materiales en donde el vampirismo tenía su origen en la magia/brujería, en ese caso resultaba tener más similitudes con una enfermedad infecciosa que con maldiciones o pactos con el diablo. Sí, los ‘bichos’ seguían teniendo enorme fuerza, velocidad sobrehumana y otras habilidades, pero el análisis de su biología era llevado al siguiente nivel por Goodweather y su cuadrilla, quienes, más allá de cortarles la cabeza y quemarlos, se centraban en buscar una solución ‘de laboratorio’ a aquel enorme embrollo que comenzó en el aeropuerto J.F.K. y terminó contaminando a toda La Gran Manzana.

Al igual que hiciera el legendario George A. Romero con sus aparentemente absurdas pelis de zombis, las monstruosidades de The Strain iban mucho más allá de los seres de ultratumba, pues el show servía como vehículo para canalizar certeras críticas contra la desigualdad, la manipulación mediática ejercida por los poderosos, la corrupción de la casta política y otras aristas incómodas de la realidad estadounidense y del mundo occidental en toda su extensión.

Aunque el subtexto era sólido y ayudaba al soporte de ese relato encantadoramente cutre, también había que destacar los dramas personales de los protagonistas, los cuales, además de evitar el apocalipsis sanguíneo, debían lidiar con situaciones comunes como el divorcio o un familiar gravemente enfermo, hasta otras como el abuso de sustancias, los problemas emocionales o de confianza y las dificultades que implicaba la reinserción social tras pasar un período en la cárcel.

Por la parte negativa, hay que señalar que, luego de una primera temporada bastante decente, la segunda y la tercera se volvieron chirriantes en lo que respecta al storytelling y el desarrollo de los caracteres. Poco creció la prometedora trama en su continuación y, en cambio, empezó a notarse el lastre de su cohesión narrativa y el constante regreso a tópicos que podían resultar cansinos en extremo.

Pese a ello, en el segmento definitivo de la serie (la cuarta temporada), los guionistas encontraron nuevamente el camino correcto y lograron cerrar el viaje de una manera en que nos devolvían al camino original, elevaban a los personajes hasta su punto más alto y ofrecían varios giros que resultaban merecidos premios tras 46 episodios de luchar contra criaturas amantes de las picaduras, que no mordidas, en el cuello.

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