Viñeta vulgar: «Yo no me llamo Rubén Blades»

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Rubén Blades en un fotograma del documental. Foto tomada de Z Digital.

Yo no me llamo Rubén Blades se vuelve íntimo cuando Blades sube las escaleras y le enseña al cámara un cómic de Casper. Antes, al inicio, había hablado de la muerte, de las procesiones, pero la muerte es una situación demasiado pública. La muerte, si la asumimos a lo Orson Welles, quizás debiera aparecer al inicio y al final: «parte de las cosas que yo he hecho, las hice porque yo creía que iba a morir joven». Después de esa frase, la imagen va al barrio natal, que es el cierre más consciente y respetuoso de todos los cierres posibles.

Blades habla poco de la Fania Records; menciona par de veces a Willie Colón; encumbra en dos oraciones a Héctor Lavoe; recurre probablemente en tres oportunidades a Celia Cruz;  lista a Machito y a Bauzá. No pasa de alusiones mínimas. Guarda el tiempo para que aparezcan los manuscritos de Pedro Navaja, para caminar por Panamá, hacerse fotos con sus seguidores y quedarse dormido en el metro de Nueva York.

Los documentales, a veces, «sobrehumanizan» cuestiones tan tímidas como la trascendencia: cuando el personaje «tiene más pasado que futuro» -como mismo dice Rubén en el audiovisual-, asumimos que la trama debe irse, por lógica, hacia los maleficios de los testamentos. La voluntad de uno, en esos casos, es tan poco solemne que se vuelve, a veces, demasiado específica: llegamos a saber, por ejemplo, que en un principio, Pedro Navaja «calza tennis».

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